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Autoridad y disciplina son conceptos de necesaria vigencia en actividades que cotidianamente realizamos. Ambas adquieren especial significado cuando se las vincula al sistema escolar y por su íntima conexión con los cambios que se han venido registrando en la vida familiar y comunitaria, pues lo que ocurren cada uno de esos planos afecta a los demás y ejerce una inevitable influencia en la conducta de las nuevas generaciones.

Sin embargo, en los últimos años la autoridad del docente y la disciplina en el ámbito escolar han comenzado a ser aceptadas de modo desigual por numerosos padres de alumnos y alumnas, razón por la cual se han multiplicado incidentes penosos que contrarían el apoyo que debería aliar a la familia con el colegio en la tarea común de educar.

Si se comienza por el significado de los términos citados para encontrar un acuerdo, se advierte que ambos han evolucionado a través de los siglos. Así, la autoridad docente implica una condición reconocida de legitimidad que posee una persona para enseñar y conducir a los grupos de alumnos. Esa facultad que da su cargo tiene en muchos casos un crédito adicional, concedido por la calidad de su formación y el prestigio alcanzado por los profesores, dos conceptos que lamentablemente hoy están en entredicho.

La disciplina, término que deriva de una voz latina que significa “aprender, instruir”, posteriormente aludió a lo que era “el objeto de conocimiento” y, finalmente, a “la conducta y la actitud mental que predisponen favorablemente para realizar una actividad”, que, en el caso del colegio, es una cuestión central para la convivencia.

Una prolongada tradición, arraigada en la antigüedad, entendió la disciplina de manera autoritaria. En los tiempos contemporáneos, se ha impuesto una forma de disciplina calificada de “democrática”, entendida como el logro de “una participación general en la actividad de aprender”, lo que ha llevado, también, a considerar la labor del docente como el ejercicio de un liderazgo sensible a las características de los grupos de alumnos y a las diversas situaciones que se presentan en la vida escolar. Ese planteo ha crecido en demandas de renovados recursos para el docente, obligado a contar con mayor conocimiento en las formas de motivarlos, de comunicarse o de integrar los grupos.

La sanción escolar, como forma de reparación por actos que afecten a la disciplina y que, entre las antiguas generaciones, se concretaba en las amonestaciones, caducó en los últimos años del siglo pasado, en muchos casos dejando un vacío.

En ese punto emerge con claridad la necesidad de reafirmar la alianza entre familia y colegio porque en numerosos casos de indisciplina los padres liberan de responsabilidad a sus hijos y se ponen de su lado. Es necesario que padres y docentes dialoguen, y se mantengan fieles al deber de dar la mejor formación, revisen sus propios criterios de acción y el cumplimiento de sus obligaciones, y mediten en qué falla hoy la familia y en qué el profesorado y el colegio, a fin de corregir errores u omisiones.

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