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Enfrentar la pobreza rural

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Según datos de la Casen 2020, la pobreza por ingresos alcanza una tasa de 13,8% en zonas rurales, superior al 10,4% que promedia en zonas rurales, una brecha que podría variar cuando se conozcan los resultados de la Casen que se está aplicando en estos días, pero que no desaparecerá, porque responde a factores estructurales que se vienen arrastrando por mucho tiempo.

Entre los principales factores para explicar esta brecha destacan los bajos salarios, debido a que los trabajadores rurales tienen menores niveles de estudios que los urbanos, una realidad que obedece a las menores oportunidades de educación, pero principalmente, a que los empleos en el campo están mayoritariamente relacionados con las actividades agrícolas, que ofrecen oficios elementales y remuneraciones menores al promedio.

Otro factor clave es la migración campo-ciudad y el envejecimiento de la población rural, lo que evidencia la fuga de profesionales y técnicos en busca de mejores oportunidades laborales y, en consecuencia, la mayor proporción de adultos mayores, cuyos ingresos dependen, en gran medida, de sus bajas pensiones.

Para Ñuble, la región con la mayor tasa de ruralidad del país (30,6%), la evolución de la pobreza rural obliga a plantear nuevos esfuerzos para seguir avanzando en la reducción de las tasas, tanto como una política de Estado y como un desafío estratégico de la región.

Para ello, el trabajo coordinado del sector público es fundamental en materia de focalización de beneficios, pero más allá del asistencialismo, lo que se requiere es un impulso integral que, de la mano de la inversión pública y privada, convierta a las comunas en zonas de oportunidades, donde la actividad agrícola sea sinónimo de mejores empleos; donde se agregue valor; donde florezcan los emprendimientos; donde los jóvenes puedan lograr similares niveles de aprendizaje que sus pares de las ciudades; y donde la conectividad vial y digital deje de ser una limitante para el crecimiento.

Lo anterior, sin embargo, requiere de una planificación a nivel regional, y de una coordinación con el nivel central, de manera de generar los incentivos adecuados para frenar el despoblamiento rural, abordando aquellas áreas en las que se observan las mayores brechas.

En ese contexto, es sabido que se requieren inversiones en infraestructura pública para mejorar el transporte y la logística, para asegurar la provisión de energía eléctrica y para aumentar la superficie con seguridad de riego. En ese sentido, el agua cobra un papel relevante, pues las diferencias en los ingresos entre los agricultores que riegan y los que no, son abismantes, ya que el riego permite tener cultivos más rentables. Por ello, en la medida que la región logre contar con embalses, el campo podrá mejorar su oferta, un objetivo que se podría lograr si la actual administración abordara sin prejuicios el problema de la escasez hídrica y apostara decididamente por la construcción de obras de almacenamiento.

Así, la inversión pública tendrá un efecto multiplicador de la inversión privada en zonas rurales, que apunte precisamente a la agregación de valor, de manera de generar empleos que sean capaces de retener en el campo las nuevas generaciones de talentos, de la mano de la innovación, de la introducción de tecnología y de la sustentabilidad.

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