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El sentido del término corrupción, más allá de delitos como el soborno y el cohecho, también se refiere a las acciones de depravar, pervertir y echar a perder, y éste es, precisamente, el efecto a más largo plazo de la corrupción: echar a perder una sociedad cuando ésta se acostumbra y deja de indignarse y de reaccionar contra ella.
Ese parece ser el gran problema que debería preocuparnos hoy. Que la sociedad chilena se empiece a acostumbrar a convivir con la corrupción y sus efectos disolventes.
La corrupción requiere complicidades y, aunque duela decirlo, la más importante es la de una sociedad que opta por agachar la cabeza y resignarse, cansada de ver estallar caso tras caso de arbitrariedad, clientelismo político, malversaciones sin castigo, abusos de poder y fraudes que al poco tiempo se evaporan y sus responsables también.
No deberíamos olvidar lo que le ha ocurrido a países vecinos. Sociedades que pasaron de la indignación al hartazgo, para luego anestesiarse y terminar asistiendo a la demolición de sus códigos éticos, reemplazados por la cultura de la impunidad.
Y aquí no estamos muy lejos, como nos gusta creer. Leyes con penas irrisorias para los delitos económicos, lo mismo que actuaciones negligentes de gobiernos y entidades judiciales que condenan a los corruptos a clases de ética o a famélicas multas, nos conducen por ese camino.
En ese complejo entramado de conductas reprobables, la política aparece apenas como un modo más de acumular poder o hacer dinero, por oposición a la vocación de servir a la sociedad. No parece importar demasiado si así se siembra en nuestros jóvenes el desinterés por la cosa pública o, lo que es peor aún, que se vea en la política la oportunidad de enriquecerse en forma rápida y deshonesta.
En nuestra región se han destapado varios casos de corrupción: LED en Chillán, Cuentas Corrientes en San Ignacio, Bulnes y Ñiquén, y existen otros que están en una zona gris y opaca, donde es difícil pesquisar responsables y determinar fehacientemente las fallas cometidas por funcionarios y autoridades de distinta jerarquía.
Asumiendo que la ética es una barrera de poca eficacia, los mecanismos de control ya no solo deben fortalecerse desde el punto de vista institucional, sino también ampliando su alcance mediante la incorporación de una ciudadanía activa en el combate a la corrupción.
Es necesario no solo denunciarla, sino generar un debate nacional sobre el tema, de tal manera que se comience a producir una atmósfera social donde sea tratado en todos los planos y por todos los medios.
Frenar el flagelo de la corrupción exige un fuerte compromiso de cada ciudadano y ciudadana honesta, pues solo perseverando en la demanda de transparencia de los servicios públicos, denunciando los vicios de autoridades y funcionarios, lo mismo que a operadores políticos y a agentes privados deshonestos, se podrá comenzar a restablecer el dañado vínculo entre la ciudadanía chilena y sus instituciones.