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Mecánico de Pemuco y su familia ucraniana son los primeros refugiados de guerra en la región

Por las ventanas de la casa del mecánico chileno José Palma ya no entraba ni el ruido de la algarabía del balonmano, ni el orgullo de quienes fabricaban los automóviles ZAZ o los motores aéreos Motor-Sich. Tampoco el ambiente del enorme y ajetreado río Dniéper que desemboca en el Mar Negro, ni el barullo de los casi 800 mil habitantes de Zaporiyia, la ciudad que lo acogió hace 48 años en Ucrania.

Toda esa belleza y arquitectura propia de la Europa Oriental se había convertido en estruendo, en furia, en ruinas y en la desesperanza propia de una guerra con Rusia, que ni él ni su familia terminan por entender.

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Hoy, sentado en la casa de una hermana, en la Villa Doña Francisca, en Chillán, recuerda esa dolorosa salida, mientras su esposa Ana, su hijo Iván y su nuera Masha, lo escuchan hablar en ese español que aún les suena tan ajeno; y mientras su nieta, Alisa, de solo tres años, juega y corre por toda la casa con sus nuevos primos chilenos.

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“Estábamos en una situación desesperada. Solo sabíamos lo que estaba pasando porque todavía podíamos ver los noticiarios locales, pero no salíamos mucho, porque era peligroso”, relata.

La esperanza de huir a Polonia estaba totalmente extinta, porque el país limítrofe ya estaba colapsado. Por eso, cuando recibieron un mensaje de la embajada chilena en Polonia, no lo dudaron y se tuvieron que venir, literalmente, con lo puesto, ya que la oferta sonaba muy a “ahora o nunca”.

“Ese viaje se hizo muy tenso, de mucha incertidumbre y estuvimos muy preocupados mirando todo lo que pasaba fuera del auto hasta que llegamos al límite con Polonia. Allí nos estaba esperando otro auto, pero nos dimos cuenta que ellos también estaban muy tensos, y tuvieron que poner una bandera chilena a la vista, para evitar encuentros con los militares”, explicó quien naciera hace 75 años en Pemuco, Ñuble.

Arriba del avión llegó la calma. En parte.

“Sé que no es para todos”

Su hijo Iván, de 30 años, es chef; su nuera se había alistado para comenzar a estudiar Sicología y su esposa ya no trabaja. Chile, entonces, solo les garantizaba más tranquilidad y la esperanza de una familia paterna que los esperaba.

“Antes de llegar a Santiago, el embajador nos dijo que nos iban a ayudar, que iban a tratar de ubicarnos en algún trabajo y muchas otras cosas. Pero la verdad, ni siquiera nos estaban esperando”, comenta con legítima desilusión.

Para 1973, José trabajaba en la empresa Algodones Hirmas, quienes lo enviaron a hacer un curso de mecánica industrial a la entonces Unión Soviética. “Pero no pude volver, porque a todos los que volvieron al país después de septiembre, los fusilaban en el mismo aeropuerto cuando llegaban de Unión Soviética”, explica. Ana lo siguió a Chile dejando toda una familia atrás. Y lo que más dolor genera a esos ojos que rara vez se levantan del suelo, es haberse separado de su hermana.

Lo de Masha tampoco es simple. Con 20 años, dejó a toda su familia y amigos a miles de kilómetros de distancia, y para Iván, de 30 años la historia se cuenta igual y en el mismo idioma.

“Vamos a ver cómo nos va aquí y recién ahí veremos la posibilidad de que su hermana se venga. Pero sabemos que aunque Chile es un país democrático y libre, no se trata de que todo el mundo se venga de otras partes del mundo. Sabemos que no es fácil para los chilenos tampoco, porque si bien son acogedores, esto no es para todos, tampoco”, razona con evidente nostalgia el mecánico pemucano.

Esa incertidumbre algo se aminoró cuando recibieron la visita del alcalde, Camilo Benavente, y a personal municipal de la Dideco que llegó a ofrecer ayuda.

“Mi señora ya se calmó, se puso más contenta porque vio ayuda, porque les ofrecieron cursos de español, y porque nos dijeron que iban a tratar de que María (Masha) pudiera estudiar sicología acá. Lo que quiero ahora es poder asentarnos bien, ojalá en nuestra propia casa”, confidenció.

Concierto por la Paz

Con algo de inglés, y un traductor a mano, Iván y Masha dicen que están contentos, que saben de Chile lo que José les ha contado: que la gente es buena, que el país es tranquilo y la gente es acogedora. Y nada mejor para un alma que arranca que el abrazo de un familiar lejano, de vecinos que les sonríen y autoridades que les ofrecen ayuda.

El alcalde los va a pasar a buscar el jueves y los va a llevar a ver el Concierto por la Paz, que ofrece el pianista Roberto Bravo en el Teatro Municipal para manifestarse en contra de la guerra. El maestro habla ucraniano a la perfección y tal vez los reciba. “La idea es que luego de escuchar las apaciguadoras obras de Bach, abandonen el teatro en una fresca noche chillaneja y se sientan de nuevo en casa”, dijo el alcalde.

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Felipe Ahumada

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