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La Iglesia en el Chile de hoy

El Chile de hoy se apresta a desarrollar un diálogo histórico sobre sus valores e instituciones fundamentales, aquellas que son la base de su convivencia democrática. Lo hace habiendo expresado de diversas formas sus malestares e insatisfacciones, buscando cambios profundos en su modelo de desarrollo. Lo hace desde su diversidad y pluralidad, incluso desde su fragmentación, sin olvidar sus individualismos y apatías, reflejadas en el casi 60% de abstención en las últimas elecciones. Es un Chile que viene cambiando desde hace años vertiginosamente, de la mano de procesos socioculturales comunes a nuestro mundo.

En este escenario, ¿qué debe hacer la Iglesia? A algunos les parecerá demás esta pregunta, por el rol devaluado que ella tiene en el acontecer social con relación a décadas atrás. Pero para los católicos es una pregunta fundamental, pues no podemos vivir la fe al margen de nuestra historia. Y no se trata de interrogarnos con un tono lamentoso por lo que ya no es, sin darnos cuenta de que nosotros y la sociedad hemos cambiado, sino hacerlo porque nunca será propio de nuestra vocación encerrarnos en la sacristía.

La Iglesia debe sintonizar con las búsquedas más hondas de transformación social, porque eso está en la esencia del evangelio. Si miramos al Papa Francisco, es notoria su crítica al neoliberalismo, su preocupación por el cuidado del medio ambiente, su defensa de los descartados y su fuerte grito por el respeto a la dignidad humana como principio configurador de nuestra convivencia social. La Iglesia tiene una mirada sobre el ser humano y la sociedad, y la ofrece -no pretende imponerla- como un bien al servicio de la humanidad y contra todo totalitarismo, que también existen en la cultura plural y digital.

La Iglesia, además, insiste en un camino para buscar el bien común: el diálogo, la cultura del encuentro, incluso la amistad social. No hay otra manera más eficaz de avanzar juntos que poniendo nuestras diferencias sobre la mesa, escucharnos y encontrar puntos de contacto. Ha de ser un diálogo amplio, que no sólo involucre a las élites que detentan determinadas formas de poder económico o político, sino a las grandes formas culturales que representan a la mayoría de la población, incluidos los más empobrecidos. Es clásica la propuesta del Papa del poliedro, una figura geométrica tridimensional que integra diversas caras: en la sociedad, las diferencias han de convivir complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente.

La presencia de la Iglesia en la sociedad han de realizarla principalmente los laicos, quienes con humildad, pero sin complejos, han de aportar la luz del Evangelio como un fermento en la masa. Lo han de hacer compartiendo en grupos de fe su discernimiento evangélico sobre la realidad, y colaborando con otros para construir puentes y sembrar semillas de bien en nuestro mundo. Para el cristiano, la apertura a lo trascendente no empequeñece al ser humano, sino que lo abre a la fraternidad y a la preocupación por el más frágil.

Para que todo esto sea posible, la Iglesia debe reforzar su propia conversión y su misión evangelizadora, para suscitar nuevos discípulos de Jesús. Transmitir la fe en la compleja cultura actual, es el desafío más urgente que tiene hoy la Iglesia.

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