De todos es conocido que con las restricciones que impuso la pandemia la crisis educacional se ha profundizado y que la recuperación de los aprendizajes se ha instalado como un objetivo prioritario. Ahora bien, una manera de entender la crisis en educación es, paradójicamente, que ella consistiría en un signo de vitalidad en tanto implicaría estar periódicamente comprobando su actuar y al mismo tiempo controlar lo que no funciona y lo que tendría que restablecer o innovar para lograr calidad.
El problema es que nos encontramos con que nuestro sistema educativo escolar ha entrado desde hace varias décadas, en un ámbito de estable ineficacia, tanto respecto a los aprendizajes como también de otros componentes esenciales en la tarea educativa. De tal forma, no parece fuera de foco plantear que el análisis, evaluación, comprobación, rectificación e innovación acerca de las causas y de cómo abordarlas, han sido estériles o ineptas.
El problema entonces, estaría en quienes analizan, revisan y han propuesto soluciones. Para que se entienda bien, el problema está en el criterio y la perspectiva con que se abordan las dificultades educativas, como también en el diseño y puesta en práctica de las sucesivas estrategias que han definido como necesarias para revertir los objetivos mal logrados. Conviene subrayar que en gran medida, los diagnósticos respecto a la mala calidad de nuestro sistema educacional han sido ampliamente compartidos. No obstante, los cambios legales, las políticas públicas adoptadas y la colaboración de los principales agentes relacionados no han estado a la altura de esos diagnósticos.
En mi opinión, una gran razón de esta ineficacia educativa se explica por los criterios filosóficos basados en la doctrina de J.J. Rousseau que plantean que los docentes no deben tener un rol formativo preponderante en la enseñanza, sino que ellos deberían asumir el rol de mediadores en el autoaprendizaje de los estudiantes, los que tendrían que delinear sus aprendizajes de acuerdo a sus propios intereses, en el objetivo de desarrollar habilidades. Esta filosofía ampliamente difundida desde fines del siglo XIX por la Escuela Nueva sigue con mucha vigencia en nuestro medio, sin el mayor juicio crítico de quienes han de reencauzar la eficacia pedagógica.
En contraste a esta teoría, vale la pena subrayar que lo que siempre ha sido eficaz en pedagogía es el propósito de proveer conocimientos firmes y proporcionar una formación humana con enfoque ético. En este contexto, en diversos sistemas educativos de países con culturas bien diversas entre sí, ha tenido un importante auge la filosofía de la educación que propone la “formación del carácter”, teoría y práctica educativa que prioriza, en simultáneo, el valor de los conocimientos con el desarrollo de virtudes, apuntando a que la educación sería eficaz cuando se logra el cultivo integral de conocimientos y el desarrollo moral. Esta visión educativa encuentra sus fundamentos en la filosofía de Aristóteles.
¿Qué harán las autoridades y sostenedores? ¿Continuarán por el túnel roussoniano, o girarán hacia el logro de la eficacia pedagógica?