No hay estadísticas que digan cuántas veces se usa la palabra gente a lo largo de un año. Acaso son millones, billones. “Lo que la gente quiere. Lo que la gente piensa. Lo que la gente espera. La gente nos dice. La gente nos pide.” Políticos de todos los colores y pelajes han gastado la palabra hasta convertirla en un sonido parecido al de una lluvia lejana.
En la Roma antigua se usaba el término “gens” para determinar el linaje, el parentesco de sangre y origen entre los individuos. De ese vocablo latino deriva gente. ¿Entonces a quiénes se refieren los que una y otra vez mencionan a la gente? ¿A qué grupo, a qué tribu, a qué familia?
Lo cierto es que mientras se insiste con la majadería de la gente, parecen estar ausentes las personas.
Una persona es lo que no puede repetirse dos veces, decía el filósofo Emmanuel Mounier, fundador de la corriente de pensamiento conocida como personalismo. Lo que hace de cada quien una persona es aquello que tiene de propio, intransferible, inédito e irrepetible. Cuando las personas se encuentran y se integran sin fundirse constituyen una comunidad, agregaba el intelectual francés. Y remataba con la idea de que la unidad de personas en el espacio y en el tiempo da como resultado la humanidad.
También refiriéndose a la persona, la filósofa política alemana Hanna Arendt, autora de “La condición humana” y “Los orígenes del totalitarismo”, entre otras obras ineludibles del siglo XX, sostenía que nacemos humanos (como los gatos nacen felinos o los perros caninos), pero debemos convertirnos en personas. Este proceso requiere del ejercicio de la responsabilidad y otros valores morales esenciales y, sobre todo, de no renunciar al pensamiento como herramienta para contemplar, cuestionar, elaborar, preguntar, es decir, para ocupar un lugar propio en el mundo y tener una cosmovisión propia e intransferible.
Cuando se insiste en hablar y hablar de la gente se elude referirse a las personas. Y solo las personas pueden acceder a sus derechos y cumplir con sus deberes como ciudadanos, un aspecto en el que los chilenos estamos claramente al debe.
Lo mismo ocurre en nuestra condición de usuarios, consumidores, espectadores o asociados a instituciones. Si se empieza por la gente y se insiste una y otra vez en esa categoría difusa, se hace muy difícil, si no imposible, detectar a las personas, mirarlas y honrarlas como tales, dirigirse a ellas reconociendo y respetando su esencia.
Si, en cambio, se comienza por las personas, la gente será una rica integración de diferencias, de singularidades, de perspectivas. Claro que comunicarse con personas es un trabajo artesanal que da como resultado algo distinto cada vez. Mientras que apelar a la gente resulta un fenómeno serial, sin demasiada percepción de quién está del otro lado. Se pesca con red.
Quizá sea tiempo para preguntarnos si nos estamos registrando los unos a los otros como personas y si nos están registrando y tratando así quienes se dirigen a nosotros con objetivos que pueden ser comerciales, políticos o de cualquier otro tipo.