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Domingo de Ramos: acogida y rechazo

La vida de Jesús está marcada por la acogida y el rechazo. Más por el rechazo, desde el mismo momento de su nacimiento, en que no hubo lugar para él en la posada. San Juan lo dice crudamente al inicio de su Evangelio: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Y en el relato de la pasión, misterio que celebramos hoy domingo, se suceden, uno tras otro, aquellos personajes que le cierran la puerta hasta la violencia y la muerte: los fariseos y sacerdotes, los soldados, el gobernador romano, y la multitud que prefiere la libertad de Barrabás.

La acogida a Jesús está representada por un puñado de discípulos/as, a menudo torpes pero generosos. Por los pobres y pecadores, que reconocen en él la visita de Dios. Por la gente que lo acoge en Jerusalén como Mesías y agita ramas a su paso. Sabemos la ambigüedad de este gesto, porque muchos esperaban que fuera un libertador político contra el imperio, pero es una acogida que tiene en el corazón la esperanza de un mundo mejor. La esperanza de que con Jesús el mundo puede ser distinto.

¿Qué es lo que lleva, hoy como ayer, a cerrar la puerta a Jesús y a los hermanos? El miedo. El miedo de los líderes religiosos de Israel, porque no aceptan que este hombre se acerque a los pecadores e interprete las tradiciones religiosas desde la misericordia: tienen miedo a cambiar, a perder poder, a que el pueblo lo siga a él y no a ellos. El miedo de Poncio Pilato, que prefiere sacrificar al justo.

El miedo de los propios discípulos que, ante la amenaza de sufrir la misma suerte del maestro, lo niegan y abandonan. Es el miedo que paraliza y encierra, poniendo como valor supremo la propia seguridad. Y que hace creer que tengo el derecho de disponer de los demás, de juzgarlos no como hermanos, sino como material descartable.

Cuántos ejemplos tenemos en el mundo actual de esta actitud de rechazo. Los inmigrantes de zonas pobres o en conflicto son la muestra más palpable, pero también tantos otros que son discriminados por el color de su piel, su etnia, su género, el lugar donde viven, etc.

La pandemia del coronavirus se ha transformado en una nueva ocasión para el rechazo. El legítimo y necesario distanciamiento para evitar o retardar el contagio, así como las precauciones que responsablemente debemos tomar, se convierten a menudo en motivo para no acoger, retener, discriminar.

El temor, en algún sentido entendible y sin duda un elemento que hay que saber procesar, deviene en histeria. O lo que es peor, en acciones populistas por parte de algunas autoridades locales, como lo hemos visto en días recientes en nuestra propia región. Y, como ante Jesús, nos sentimos con derecho a disponer del otro, abandonarlo, descartarlo. Todo sea por nuestro propio beneficio, olvidando que finalmente todos somos vulnerables y nos necesitamos unos a otros. 

El miedo nos acompañará siempre en nuestra vida. Qué duda cabe que está presente en las relaciones sociales y en la dinámica a veces perversa que mueve nuestro mundo. Pero podemos transformarlo en una oportunidad para dar vida y comprender que nadie se salva solo. En tiempos de coronavirus, no nos debe llevar a sembrar pánico, sino corresponsabilidad.

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