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Cultivemos el asombro

A  propósito de una nueva conmemoración mundial del día de la filosofía esta semana, me parece oportuno dedicar unas líneas acerca al asombro como principio y motor del pensar.

El gran filósofo Aristóteles, explica muy bien en su Metafísica que el asombro es el punto inicial por el saber, y en la Ética a Nicómaco, que la contemplación nos distingue en tanto seres capaces de realizar un elevado tipo de vida humana. Desde entonces, el asombro y la contemplación han sido temas centrales en la visión educativa y formativa en occidente.

Cabe mencionar de entrada, que la capacidad de asombrarnos no es un asunto de adultos, sino que la empezamos a desarrollar desde bien pequeños.

En efecto, como puntualiza Catherine L’ecuyer, “si nos fijamos bien, constatamos que los niños pequeños tienen un sentido del asombro realmente admirable y sorprendente ante las cosas pequeñas, los detalles que forman parte de lo cotidiano. El ruido que hace el papel de embalaje de un regalo, la espuma del baño que se les queda pegada a los deditos, las cosquillas que hacen las patitas de una hormiga en la palma de la mano, lo brillante de un objeto encontrado en la calle. Este sentido del asombro del niño es lo que le lleva a descubrir el mundo. Es la motivación interna del niño, su estimulación temprana natural”(Educar en el Asombro). De tal forma, las educadoras y los profesores deben saber dar cabida a esta motivación comprendiendo que los niños, especialmente los menores, no están buscando certezas, aunque sí se encaminan por el reconocimiento, descubrimiento y comprensión de la realidad. “Cuando nuestros hijos -especifica L’ecuyer en ese mismo texto- de dos, tres o cuatro años nos bombardean con preguntas que nos parecen ilógicas, no piden ni reclaman respuesta. No quieren cambiar el orden establecido de las cosas. Es su manera de admirarse ante una realidad que es, pero… que sencillamente podría no haber sido”.

Como despegue al tránsito educativo, podríamos decir que el asombro es el impulso que desde dentro generamos para lanzarnos hacia la verdad, el bien y la belleza, proceso y costumbre que iniciamos desde una edad bien temprana. “El asombro -menciona L’ecuyer- es el deseo para el conocimiento. Ver las cosas con ojos nuevos permite quedarnos prendados ante su existencia, deseando conocerlas por primera vez o de nuevo”.

¿Qué sucede cuando ya adultos, la realidad deja de interpelarnos, de convocarnos a reflexionar? De acuerdo con V. Frankl y H. Arendt, bien podríamos observar que en ese momento se entra en un proceso de empobrecimiento antropológico, dando lugar a que ocurran diversos procesos de deshumanización. Desde esta perspectiva, no creemos equivocarnos al afirmar que la deshumanización es un fenómeno social cuya entidad es inversamente proporcional a la capacidad de asombro y contemplación.

En consecuencia, un país con escasa o debilitada capacidad de asombro pierde el rumbo hacia la verdad, el bien y la belleza: se encamina a un ambiente de dolencia, confusión, apatía, y desidia moral. Para decirlo en breve, el peligro de una sociedad tal, es que el mal se vuelve banal y el bien una quimera.

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