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Ránquil no vende vino a cualquiera

Por estas semanas, el valle del Itata se me ha vuelto obsesión. Llegan a mi estas joyas de relatos campesinos, cuyo arte mayor son los caldos de autor, vinos con humanidad.

En el marco del PTI de Enoturismo Ancestral del Valle del Itata, investigando para un libro financiado por Corfo-Ñuble y ejecutado por CorpArauco, se me ha venido a revelar acaso el máximo tesoro productivo de Ñuble. Gustavo Adolfo Vera Muñoz, es un anciano agricultor y ex productor de vinos a escala humana, un prototipo de los viñateros del valle.

Hasta los inicios del siglo XXI, producía 18 pipas de vinos al año, con bastante regularidad dado el íntimo conocimiento de sus parras y la sapiencia personalizada en el oficio. En un antiguo camión del año 1950, cada año Gustavo Adolfo trasladó personalmente las pipas de vino al puerto de Tomé, donde lo entregaba a sus muy fieles compradores.

Profundamente orgulloso del vino que sus manos producían, sentía que el mejor regalo era invitar a sus amigos y sus escogidos clientes a degustar la cosecha de cada año. Pero tenía un inconveniente: todos debían probar el vino de cada una de las 18 pipas en fila. Asunto difícil, pues al final de la ronda, de antemano se sabía que el problema iba a ser el muy posible indigno bulto de salida, a pesar de la comida con que eran festejados. Pero uno de sus invitados, el encargado de asuntos rurales de la comuna, Juan Muñoz, encontró la solución. -“El primer trago suyo, Don Gustavo Adolfo, yo lo voy disfrutar más aún con esta harina tostada que le traigo de obsequio”. Ese fue un acierto que lo previno de cualquier gran mareo posterior y le ayudó a la sobriedad en cada visita, que por su labor no eran pocas.

Hubo allí en Ránquil memorables y tan hospitalarios viñateros como don Manuel Fierro, quien literalmente encerraba a sus invitados mientras degustaban sus pipeños. El olor de los chirriantes asados y las guitarras cantoras, hacían olvidar toda noción del tiempo. Ciertos amigos debían permanecer allí hasta una semana, prisioneros de una celebración sin fin.

A Fierro le bastaba esconder el fierro de la llave de su bodegón para obligarlos a entrar en el Paraíso.

Pero en una de esta visitas, Muñoz encontró muy triste y apesadumbrado a Gustavo Adolfo: “Ya no fabricaré más el vino. Me jubilo como vinicultor”. Pero ¿por qué Don Gustavo, qué le pasó? -Porque le cuento que se acaban de morir ya todos mis grandes amigos de Tomé…”-Aunque eso lo podemos arreglar, Don Gustavo: busquemos a nuevos compradores- le replicó Juan solícito, agregándole: “-Mire, Ud. puede vender la uva a esos grandes empresarios de afuera, y nosotros con la Municipalidad le ayudamos con el tema de llegar al precio… -No, no don Juan, le respondió más abatido aún el anciano. –No es problema de bajo precio; es porque no tiene sentido hacer un vino o vender mi uva a quien le da lo mismo lo que está tomando, a quien no ame como ellos amaban mi vino. Yo no tendría corazón para hacerle esa maldad a mis parritas ¿Qué les voy a conversar después? ¿Que mi vino lo tomen muchachos de ciudad como si fuera cualquier cerveza? No, no señor”.

En Gustavo no regía aquel supuesto principio de “producir para vender”. En su filosofía de vida, se ama un oficio porque el destino final de ese producto único, los consumidores, no son anónimos, son personas concretas, con rostro singular y personalmente amados. El imperativo de la lealtad absoluta para quien realmente apreciaba sus mostos, eso eran sus valores. Al punto que “si tu ya no estás para paladear y amar mi vino, no se justifica que yo lo críe y lo genere”.

Para Gustavo Adolfo el cultivo de las vides, la cosecha y toda la vinificación y envasado, era un asunto que concluye con la muerte de quien desenvasa y bebe agradecido. Esas eran y aún son sus reglas, las que todavía subsisten en el Itata, mágica tierra del más personalizado vino de Chile.

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