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Promesa regionalista

El Estado chileno nunca ha organizado territorialmente al país en función de reconocer a las regiones como un sujeto político capaz de decidir y tomar sus propias decisiones. Lo que hizo Corfo y Odeplan en la década del 60 fue implementar un modelo de crecimiento económico con amplio alcance territorial, mientras que la dictadura cívico-militar estableció los límites regionales en base a criterios geopolíticos, con el objetivo de garantizar primordialmente la seguridad nacional. Para ambos modelos, las regiones son un objeto y no un sujeto democrático o contrapeso regional al interés nacional y homogeneizador del nivel central.

Posterior a la caída del régimen de Pinochet, las cosas siguieron casi iguales hasta 1993, cuando entra en vigencia la Ley Nº19.175, de Gobierno y Administración Regional, iniciando con ello un nuevo diseño institucional en la administración regional, donde han convivido una débil institucionalidad territorial con la administración nacional centralizada.

En materia política, en cambio, hubo que esperar hasta 2009 con la elección por sufragio universal de los consejeros regionales, a lo que 8 años después se agregó la elección de los gobernadores regionales. En síntesis, en 50 años hemos pasado de un modelo jerárquico y autoritario a un modelo de descentralización tutelado por el Estado central.

Por eso, la gran esperanza era que en esta nueva etapa de nuestra historia -con un proceso constitucional en curso y explícitas promesas electorales de quien hoy conduce los destinos del país- por fin se redistribuyera el poder y las regiones tuvieran más recursos y competencias, como también una mayor democratización por la vía de la eliminación de los actuales delegados presidenciales.

Pero como suele ocurrir generalmente con las promesas de campaña, o no se concretan, o su cumplimiento no coincide con la oferta original, en este caso lo referente a la eliminación de los representantes del ejecutivo en regiones, lo que llevó la semana pasada a un congelamiento de las conversaciones entre los 16 gobernadores regionales del país y La Moneda.

El hecho es que el Presidente Boric presentó un proyecto para supuestamente eliminar la figura de los delegados presidenciales, pero finalmente resultó ser un cambio de nombre para el mismo cargo, que continúa con las mismas funciones y atribuciones.

Habrá que seguir con mucha atención la evolución de este nuevo conflicto que se abre para el Gobierno, que empaña una buena relación con las regiones y que podría complicar el avance legislativo de un buen proyecto como es “Regiones Más Fuertes”, que modifica las fuentes de ingresos de los gobiernos regionales, y entrega mayor autonomía presupuestaria.

Entonces, no nos engañemos. Una cosa son las buenas intenciones, y otra es la Realpolitik; y la cruda verdad es que a la clase política, en general, no le entusiasma la descentralización. Prefiere concentrar el poder en una aristocracia de parlamentarios y actores políticos radicados en Santiago.

Chile requiere todo lo contrario: un nuevo pacto territorial que pueda permitir a las regiones tomar sus propias decisiones en base a criterios sociopolíticos y no la compulsión por prometer avances y más poder a las regiones que nunca se materializan y que ha sido una constante de los últimos gobiernos que parecen sentirse muy cómodos con la misma regionalización que se diseñó hace 50 años y que, por cierto, ya fracasó.

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