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Mejor Estado

Diario Concepción

Es casi ley de la política. Durante las campañas proliferan promesas y compromisos. Pero sólo unos pocos se harán realidad durante el gobierno electo. Por cierto, la distancia entre lo que se promete y lo que se cumple se explica, en parte, por las urgencias y entusiasmos de campaña; por la aparente necesidad de prometer algo respecto de cada tema imaginable y, también, por esa forma de publicidad engañosa que en este rubro se llama demagogia.

En esto no hay nada nuevo bajo el sol. Así ha sido y así será. Mientras las elecciones se ganen con votos y estos se movilicen más invocando sueños de transformación que explicitando los insoslayables y, en ocasiones, frustrantes límites y gradualismos propios de la acción gubernativa, casi siempre las promesas excederán la posibilidad de cumplirlas. Y mucho más cuando el período de gobierno -tanto del Presidente de la República como de un alcalde- se limita a cuatro años.

Y no se trata de promover períodos más extensos o reelecciones indefinidas como hemos tenido en Chile. El asunto es que reconocer este hecho no equivale a restarle gravedad. Gran parte de la distancia entre la gente y la política tiene aquí su explicación. Por eso, una de las más urgentes exigencias de la política moderna es mejorar la capacidad de cumplir, de traducir programas en realidad, de mover con rapidez y eficacia el aparato público para concretar las políticas y propuestas que el electorado prefirió. Y por eso es, también, tan importante que el Estado en su versión nacional, regional y municipal, se modernice.

Es cierto, en toda campaña se dicen cosas que no se podrán cumplir. Eso no es bueno, pero tampoco nuevo. Pero en toda campaña se compromete un conjunto esencial de medidas, cuyo incumplimiento sí resultará imperdonable.

Ocurre que, en no pocas ocasiones, la incapacidad de cumplir no se explica ni por falta de voluntad, ni por ausencia de apoyo legislativo e incluso financiero. Lo que suele fallar es el Estado como instrumento de ejecución. La maquinaria pública no siempre está a la altura en cuanto a diseño, ejecución y evaluación de políticas. Peca de excesivo centralismo, exhibe fallas mayores en la gestión de su personal, carece de instancias eficaces de coordinación transversal y, en los hechos, exhibe muchas diferencias de capacidades y atribuciones. Todo esto sin considerar los subtítulos de corrupción y clientelismo que son cada vez más frecuentes en los diferentes niveles de gobierno, sobre todo municipal.

Por eso una reforma del Estado -en su versión nacional, regional y comunal- debiera importar a todos: a los que creen que es mejor para la democracia que los gobiernos incrementen su capacidad de cumplir lo prometido; a todos los que están inquietos por la creciente corrupción que siempre termina dañando a los más débiles; también a todos los que aspiran a gobernar, porque si efectivamente creen que lo que ofrecen es bueno, querrán ponerlo en marcha eficazmente. Y finalmente, a los ciudadanos, que tienen el primerísimo derecho a exigir que prevalezcan los compromisos sobre la inercia.

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