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Falta prudencia

Desde Aristóteles a nuestros días, muchos pensadores han sostenido que la prudencia es la virtud fundamental en nuestro modo de vivir humanamente, dado que la racionalidad esencial de su orientación práctica nos impulsa a que actuemos con rectitud para conseguir la verdad o practicar el bien moral. Esta es una condición de vida fundamental para todos los ciudadanos, pero es mucho más radical en quienes tienen en sus manos, la facultad de crear condiciones que posibiliten el bien común y eliminar los obstáculos para que todos podamos, realmente, participar de prosperidad, vivamos con seguridad, disfrutemos de un relativo bienestar, y por cierto, para que podamos vivir en libertad.

Así, es necesario tener a la vista que cuando las personas con altas responsabilidades políticas actúan sin prudencia, los efectos de sus actos los sufre toda la población. De hecho, no resulta exagerado afirmar que en la medida en que los gobernantes actúan sin prudencia, entonces cunde en la polis una gran cuota de mediocridad, anarquía, corrupción e injusticia, creando un ámbito inaceptable de deshumanización.

Ahora bien, como todas las virtudes, la prudencia requiere para su desarrollo de una forma habitual de actuar. Y también necesita que se vaya aprendiendo de personas con experiencia de vida recta. Santo Tomás de Aquino lo explicaba de esta forma: “la prudencia concierne a cosas particulares operables, en las que, por haber una diversidad en cierto modo infinita, no todas las variantes pueden ser suficientemente consideradas por un solo hombre, ni en un corto plazo, sino tras largo tiempo. De ahí que en todas las cosas que tocan a la prudencia, el hombre necesita en máxima medida ser enseñado por otros, y principalmente por los que tienen ya una larga vida, los cuales han alcanzado un recto entendimiento de los fines de las cosas operables” (S. Th. II-II, a.3).

En la práctica, como nadie nace siendo prudente, todos hemos de avanzar en la vida en base al entendimiento, descubrimiento y aprendizaje moral. Es conveniente precisar entonces, que si los gobernantes (presidente, ministros, constituyentes, alcaldes, etc.) no han logrado este desarrollo ético antes de asumir sus responsabilidades institucionales, entonces se encuentran en un nivel antropológico inapropiado para ejercer esos cargos.

Tal como apunta el filósofo del S. XIII, quienes asumen deberes de gobierno han de contar con una sabiduría práctica suficientemente formada a partir de la relación con quienes han podido enseñarles cómo distinguir lo justo de lo injusto o lo correcto de lo incorrecto, para hacer siempre, lo justo y lo correcto. En palabras del filósofo Josef Pieper: “la primera de las virtudes cardinales no solo es índice de la mayoría de edad moral, sino también, y cabalmente por ello, emblema de la libertad moral”.

Para decirlo de otra forma, en el carácter de los gobernantes la prudencia es signo de adultez moral, de solvencia política y de madurez ética, todo lo cual es una condición necesaria para ejercer con autoridad y credibilidad las altas responsabilidades cívicas que, en cada caso, la ciudadanía les encomienda.

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