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¿Existe un voto católico?

La pretensión de captar un “voto religioso” para una posición política determinada está presente en muchas partes. Republicanos y demócratas de EE.UU., por ejemplo, buscan ganar para sí a líderes eclesiásticos significativos, o los propios grupos de creyentes manifiestan públicamente sus preferencias. Y aunque nada impide que un grupo particular exprese sus opciones, siempre está el riesgo de la manipulación, o el riesgo de hacer creer que un candidato específico está más cerca del Evangelio que otro, con análisis simplistas.

Hay situaciones en que tomar posición es indispensable. No es lo mismo una dictadura que una democracia, o un régimen violento que uno que respeta las libertades esenciales. Pero la mayoría de las veces, en situaciones menos dramáticas, no es posible afirmar claramente que una concreción política es más evangélica que otra.

Las realizaciones históricas son parciales y limitadas, con muchas ambigüedades, y donde un régimen se declara defensor de la justicia, falla en el respeto a las libertades; y donde otro se declara defensor de la vida inocente, promueve políticas económicas que generan desigualdad y exclusión. Lo que corresponde siempre es discernir en conciencia, con la mejor información posible y la consideración de los diversos aspectos de la realidad. Y allí, en medio de las luces y sombras que toda realidad tiene, optar por lo que más se aproxima a los valores evangélicos, por lo que mejor realiza el bien común.

No hay, por tanto, un “voto católico”, y es mejor que no lo haya. La historia tiene demasiados ejemplos de líderes religiosos que se abanderizaron con un régimen, a veces obnubilados por la profesión de fe de sus gobernantes, y que fueron ciegos respecto de atrocidades de esos mismos gobernantes en el ejercicio del poder.

Lo que hay son valores fundamentales desde los cuales juzgar y empujar la realidad social; los enseña la doctrina social de la Iglesia y tienen su fundamento en la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios, y en sus derechos esenciales. Allí están los principios del bien común, el destino universal de los bienes, la opción por los pobres, la subsidiariedad, la participación y la solidaridad, junto a los valores de la verdad, la libertad y la justicia. Desde allí tenemos que edificar nuestra casa común.

Lo que debiera haber siempre en los católicos es un proyecto de sociedad que aliente nuestra esperanza, que nos haga apoyar los brotes de vida, sea donde sea que se manifiesten, y nos comprometa en la lucha contra el mal con la fuerza del bien. Las formas de concretar este sueño compartido pueden ser diversas, dentro del legítimo juego democrático, siempre y cuando no nos dediquemos solo a defender intereses personales o de grupo, dando la espalda al bien común y a los más pobres.

Como lo señala el Papa Francisco, “una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra (…) El pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo” (EG 183).

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