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Los fines de la educación (2)

A diferencia de lo que ocurre en una visión educacional enfocada al desarrollo de habilidades o competencias, tan de moda en estos días, el ser humano íntegro se pone en la mejor perspectiva de la que es capaz cuando el trabajo educativo se desplaza por la vía de la verdad, el bien y la belleza. Estos tres trascendentales de la realidad son, como hemos planteado, el núcleo para alcanzar el fin de la educación, que no es otra cosa que avanzar en la perfección de la que es capaz nuestra naturaleza. Veamos.

Por una parte, importa reconocer que una educación disociada con la verdad privaría a los educandos de una referencia objetiva para discernir el bien, lo justo o lo correcto respecto de lo que no lo es, porque el camino de la ética y el desarrollo de las virtudes supone precisamente, la dirección de la verdad hacia el bien.

Como bien lo expresara el filósofo Alejandro Llano, “la virtud es la ganancia en libertad que se obtiene cuando se orienta toda la vida hacia la verdad. La virtud es el rastro que deja en nosotros la tensión hacia la verdad como ganancia antropológica, es decir, como perfección de la persona” (Anuario Filosófico, 1991). De esta forma, que una cultura humanizadora logre situar su propósito en el bien común, en el bien de las personas, depende de la mejor imbricación formativa que tengan los ciudadanos respecto a la verdad y la bondad. Por el contrario, una educación en que las nociones de lo que es verdadero y bueno sean nulas, ambiguas o tergiversadas, sería una sociedad que experimenta lo que podemos denominar deshumanización.

Por otra parte, cuando la educación prescinde de la íntima vinculación entre la verdad y el bien con la belleza, dificulta enormemente la capacidad para que los educandos puedan distinguir lo natural respecto de lo superficial o de lo artificial, porque como bien sostuvieron los antiguos pensadores, la belleza ilumina la realidad: es el esplendor de la verdad. Desde esta perspectiva, en educación, cuando hablamos de la belleza como una propiedad trascendental de la realidad, apuntamos a lo más profundo del ser y no a la superficialidad. De igual modo, unida a la verdad y el bien, la belleza expande toda la libertad de que es posible la naturaleza humana, abriendo la puerta de la madurez personal. Y además, conviene tener presente que la auténtica belleza nos mueve desde el asombro hasta la contemplación, condiciones necesarias para que acontezca la educación.

Así, el fin de la educación (la perfección o realización de la que es capaz nuestra naturaleza) supone estos fundamentos que apuntan al crecimiento interior de cada educando para llegar a estar en condiciones de vivir en libertad.

Dicho en términos negativos o privativos, es decir, si la educación prescindiera de la verdad, el bien y la belleza como los fundamentos y el marco de su propósito para la formación de la ciudadanía, se estaría anulando, bajo estas circunstancias, lo más propio y distintivo de la persona humana: la extensión de crecimiento interior, nuestra libertad, la capacidad de evolución moral y la configuración de una vida con sentido trascendente. 

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