Share This Article
En verdad, la patria es la epigenética cultural que persiste y se cultiva más allá del suelo, ese que equivale a la eco-biología original de donde se alimentaron los ancestros. A veces, como es el caso de las familias migrantes, si no se cultiva “lo propio” a través de la lengua materna, de las comidas, de la religión nativa, del folclore, las personas se asimilan al acervo de las patrias locales donde permanecen y en donde nacen y crecen sus hijos. Y esa nueva realidad se transforma en “dulce patria”, cuando el entramado de vínculos culturales o epigenético es tal, que la persona hasta hace juramento o votos por ella. Al final, en ellos hay legítimamente dos patrias, una física -el origen de los genes- y una espiritual o cultural, el conjunto de vínculos, relaciones, símbolos, valores que uno defiende, adscribe y hasta muere por ellos. Producto del convivir y compartir un suelo cobijante, la patria es un lenguaje y una gramática de la realidad, la que nos hace ver y sentir el mundo de una determinada manera. Sin ir más lejos, nosotros los chilenos, en cuanto mestizos tenemos dos patrias superpuestas: el wallmapu original -el antiguo Chillimapu mapuche, de donde “migramos”- y el Chile andino-incaico-republicano-occidental. Por eso un mapuche, adscribe a dos patrias: la propia y la chilena o argentina.
Los países-estado en cambio, son aglomeraciones espaciales circunstanciales de personas cuya identidad “es una conveniente construcción cultural, una ensoñación fraguada por ciertos políticos, militares o poetas o elaborada convenientemente por la elite que captura el Estado, cuya arqueología puede rastrearse y someterse a crítica”(Gandolfo). Aceptemos pues, que nuestros países existen, pero no consisten, porque sus convenidos límites espaciales son un fluido histórico, una secuencia precaria de avatares político-sociales. Circunstancialmente Chile es lo que vemos en el mapa, pero hacia mediados del siglo XIX era mucho más ancho, pues poseímos la Patagonia argentina. Y antes, en la colonia hispana, en sus inicios incluía Tucumán y Mendoza y se le denominó Nueva Toledo. Y antes de España, la mitad de Chile (todo el norte y el centro), era parte de la provincia del Collasuyu incaico cuyo límite sur fue el río Maule. Tal como buena parte del siglo XIX, Bolivia poseía Tarapacá y la gran Colombia de Bolívar llegó a cobijar a cinco países, incluyendo la misma Bolivia.
Al constituirnos como Estado -inicios del siglo XIX- regía la ideología nacionalista según la cual a cada Estado le correspondía una nación, entendida ésta como una entidad espiritual, dotada de una identidad o alma colectiva única, prolongándose en el tiempo, supuestamente compartido por generaciones pasadas, presentes y futuras. Esta conjetura es de dudosa racionalidad,pues en Chile siempre han coexistido muchos Chiles, varias naciones o pueblos originarios, más allá de que hoy toda la población devenga en mestiza y bastante homogénea, aunque no quiera reconocerlo. Al punto que dentro de ella hay ciertas elites que se creen “naciones apartes”, castas europeizantes no procedentes del barro originario. Al momento de conformarse nuestro país como república, la patria era diversa en naciones, por lo que O´Higgins y Carrera pugnaban por un Estado “plurinacional” y no “mononacional” como al final se impuso. El Libertador anhelaba no solo una patria de criollos y leales españoles, sino que coexistieran sus naciones originarias diversas aunque emparentadas, bajo un mismo Estado: araucanos, cuncos, pewenches, moluches, puelches, etc. O´Higgins modelo de patriota, aparte de reconocer la autonomía de esas naciones, fue el primero y el último Jefe de Estado, el único en toda nuestra historia, que fue hablante de chezungun, esa otra patria que es la lengua materna.