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Por diversas experiencias, estoy totalmente persuadido que nadie va a ningún cielo sin que antes no lo haya vivido aquí en la tierra. Para irse al cielo, el pre requisito elemental es haber entrado primero en él, es haberlo saboreado. Así pues, todo es matemáticas: tú te vas al mismísimo “cielo” que tú decidiste crear aquí en la Tierra. Y el requisito para caer en el infierno es de la misma naturaleza. El infierno parece ser un estado post mortem del alma cuando esta percibe -no sin tristeza- la gama infinita de posibilidades de realización humana que se tuvieron disponibles en la vida anterior.
El drama es que ese vasto y tan rico nivel de vivencias, estando allí como tan a la mano, no se las supe ver, realizar o seguir por diversos motivos. Pietro Mori, un mecánico automotriz sin familia ni hijos, aburrido por su ya largo y tedioso oficio pueblerino, una noche decide enfrentar la raíz y motivo de fondo que escondía su existir. Es preciso decir que a él solo le saca de su tedio y lo único que le llena el día es escuchar su música. Y con ella, la esperanza de convertirse en su próxima vida, en el vocalista de la banda que idolatra ya que en esta, ese don él cree que ya se le ha negado. Una noche cavila en su cama cómo va a ser el fin de su vida y cuál su lugar en el Más Allá. Entonces, esa noche pide fervorosamente a Dios le revele en el sueño el futuro de su alma, su infierno o su paraíso. Y se le concede soñar tres escenas. En la primera obtiene la visión de su lápida desnuda en un cementerio sin ninguna alusión a la música que amaba. Pero antes, le llega la imagen del mismo hospital donde naciera, pero ahora percibiéndose allí en una sala, enfermo y viejo. Finalmente, lo llevan a una cárcel que le parece muy familiar, una cárcel donde atraviesa varios amplios patios y ello de acuerdo al grado de culpabilidad de los reos. Una voz le dice que ninguna de esas es para él. Llega hasta el final y último de los recintos, en donde hay una solitaria maestranza con dos secciones a elegir: la de la madera y la de los fierros. El lugar es plano, cotidiano y aburrido. Lo grave estaba en lo gris del paisaje, una visión desprovista de color y de la viva variedad de la luz. Y como el mecánico ya conoce el oficio, casi no toma conciencia ni repara en la oferta de elección allí disponible, y sin reflexión decide quedarse en lo que conoce: la maestranza para viejos automóviles. La voz de un invisible gendarme le confirma que este es justo el lugar que le corresponde, porque él no tiene otros delitos.
Profundamente sacudido, despertó con la firme certidumbre que él ya aquí vivía en una especie de cárcel en blanco y negro. Y el dilema era o cambiar su trabajo o cambiar su enfoque, que era preciso amar y reconciliarse con su oficio, si es que no querría condenarse a vivir lo mismo en el Más Allá. Pensó también que sin darnos cuenta nos autocondenamos, ya que en esta vida uno ingresa solito a su propia cárcel, a su propio castigo sin que nadie le obligue, volviéndonos incapaces de transformar la rutina en un reto gozoso o el dolor en un desafío. También vio que Allá lo único que cambia y ocurre es que todo a uno se le prolonga en patios más vastos. Es decir, Pietro Mori confirmó lo que intuyó tres siglos atrás el místico sueco E. Swedenborg. Y si Allá uno prolonga solo lo que sabe vivir aquí, y si no nos diversificamos en nuestras búsquedas del saber y no ampliamos el aprendizaje, nos restringiremos Allá con más de lo acá. Vale decir prolongando lo conocido. El infierno es una restricción intolerable a causa de la cobardía de estancarnos en una sola tecla, la que a fuerza de repetirse tantas veces, deja de ser creación convirtiéndose en una forma de tortura infinita.