El drama que enfrentan esta temporada los productores de cerezas de Quinchamalí y otras zonas de la región, quienes no tienen mercado para su fruta, es el reflejo de un problema estructural que enfrenta la pequeña agricultura, un sector desprotegido frente a políticas económicas que no consideraron medidas para evitar la crisis desatada en el mundo rural.
Los pequeños cereceros, cuyos huertos no superan una hectárea, trabajan todo el año en sus cultivos, porque son su principal sustento. Y si bien la actividad agrícola está llena de incertidumbres y riesgos, el escenario actual sin poderes compradores para su producción no estaba ni en sus peores pesadillas.
Los grandes volúmenes de cerezas para exportación de este año aumentaron también el descarte, dadas las mayores exigencias de calibre del mercado chino. Ello, sumado a los efectos del paro de camioneros, hizo que la cereza de descarte de grandes productores terminara inundando el mercado nacional y desplazando la tradicional oferta de fruta local.
Como cada temporada, los pequeños productores de la zona vendían sus cerezas a intermediarios que la comercializaban en Chillán, Concepción, Los Ángeles y Temuco, entre otros; así como también a poderes compradores que la destinaban a la agroindustria, para la elaboración de conservas y marrasquino. Sin embargo, a pocos días de iniciada la temporada, los mercados dejaron de recibir fruta de Ñuble y los poderes compradores se inclinaron por los precios del descarte: 100 pesos por kilo, un monto irrisorio que no alcanza a cubrir el costo de la mano de obra para la cosecha.
Así, más de 140 mil kilos de cereza de la tradicional variedad Corazón de Paloma se quedarán en los árboles sin cosechar, ante la mirada silente del mercado y de algunas autoridades. Ningún parlamentario, alcalde o representante del Gobierno ha alzado la voz para expresar su preocupación por lo que esta crisis significa para más de 300 productores.
El problema es que la pequeña agricultura no es competitiva, ya que, en el caso de los productos frescos a granel, las rentabilidades se logran con grandes volúmenes, y éste no es el caso. Una situación similar ocurre con los viñateros del Valle del Itata, que pese a los esfuerzos del Estado por fomentar la asociatividad y abrir nuevos canales de comercialización, en la práctica, los precios de venta de la uva vinífera siguen siendo bajos, inferiores a los costos de producción.
Pero lo más grave es que viene a reafirmar los argumentos de miles de jóvenes que han decidido emigrar del campo, en busca de mejores oportunidades laborales y mayores ingresos, con la determinación de no querer volver. El reciente Censo Agropecuario 2021 confirmó el acelerado proceso de envejecimiento de la población rural, por lo que no es exagerado plantear que la agricultura familiar campesina corre el riesgo de desaparecer, y con ella, su acervo cultural.
¿Qué futuro puede ofrecer el campo a los jóvenes si los ingresos que genera no permiten subsistir? Los propios agricultores reconocen con un nudo en la voz que no desean para sus hijos la desesperanza y la pobreza que han debido enfrentar, con sentimientos encontrados al ver que nadie heredará el amor por la tierra.
La falta de una política de fomento al agro, que más allá del asistencialismo promueva el desarrollo de los productores, le costará al país no solo la destrucción de la cultura rural, sino que también convertirá a la seguridad alimentaria en una mera ilusión.