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Un rito que irrita

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Cada vez que asume una autoridad o se lanza una iniciativa, lo que más se escucha decir es que van a elaborar un diagnóstico, que se van a recoger datos, que es clave conocer la realidad territorial, que hay que escuchar la opinión de la gente y un sinfín de frases cliché repetidas hasta el hartazgo, las que pueden generar en primera instancia esperanza u optimismo, pero al final terminan causando decepción, indiferencia y escepticismo entre los potenciales beneficiarios.

Cuando la burocracia estatal de por sí puede consumir un año o más en la sola aprobación y acceso a financiamiento para una iniciativa de adelanto, cuando los respectivos estudios técnicos pueden demandar otro año o incluso dos, dependiendo de la complejidad del proyecto; y si a lo anterior se le suma una etapa previa de diagnóstico, que también puede añadir otro año, no resulta extraño que puedan pasar cuatro años para que los vecinos puedan celebrar la pavimentación de un camino o la construcción de un sistema de agua potable rural. Por ello, no es raro encontrar iniciativas que se concretan finalmente cuando las autoridades que las gestionaron ya se han ido. En esa línea, no es de extrañar entonces que los proyectos predilectos de ciertas autoridades cortoplacistas sean precisamente aquellos de rápida ejecución.

En las oficinas de distintas instituciones públicas, desde municipios a ministerios, se acumulan kilos de carpetas con diagnósticos que con suerte fueron leídos y rara vez se convirtieron en insumos de estrategias, programas, planes y proyectos que terminaron acumulando polvo en las oficinas de planificación.

¿Por qué seguimos entonces haciendo diagnósticos? Pues porque la estructura administrativa del Estado exige justificar cada peso que se invierte, y los diagnósticos suelen ser el antecedente clave para elaborar un anteproyecto o para defender la asignación de recursos ante los encargados de presupuesto, aunque el lento tramitar en la burocracia estatal muchas veces obligue a actualizar dichos diagnósticos.

Sin embargo, cuando los diagnósticos se transforman en un vehículo para pagar favores al dueño de la consultora, cuando sus resultados no cambian el conocimiento previo o no redundan en un trabajo posterior, o cuando solo sirven para que la autoridad ignorante de su territorio pueda conocer una realidad que tiene frente a su nariz, no solo constituyen un despilfarro de recursos, sino que también una pérdida de tiempo para los potenciales beneficiarios que esperan una solución.

Esos potenciales beneficiarios suelen contar que “hace mucho tiempo me vinieron a encuestar por primera vez”, tras lo cual relatan con desánimo que “tiempo después vino otra señorita a hacerme las mismas preguntas”.

La modernización del Estado es una necesidad más urgente de lo que se cree, no solo porque favorecerá la eficiencia del gasto público, sino porque permitirá ser más eficiente en brindar soluciones para los ciudadanos, que es el gran objetivo. En ese contexto, la digitalización y el cruzamiento de datos entre las distintas instituciones del Estado contribuirán a terminar con la duplicidad de esfuerzos y recursos, y claramente, evitarán que se sigan acumulando diagnósticos que solo adornan las oficinas de los servicios.

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