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Solidaridad y doble vida

Hemos comenzado Agosto, mes de la solidaridad. ¡Y qué difícil se hace hablar de este valor cuando hemos conocido en días recientes las noticias sobre Renato Poblete, rostro de una importante institución solidaria durante varios años! Sin embargo, esa impactante doble vida que se ha revelado nos puede enseñar por dónde no va la solidaridad.

La solidaridad no puede ser una fachada. No es un hacer actos generosos aislados o esporádicos, sin que importe el cómo se vive y el qué se hace en el resto del tiempo. Supone una coherencia básica, un esfuerzo por expresar amor verdadero y preocupación por los demás como una actitud permanente, aunque nos reconozcamos tantas veces frágiles y egoístas. Implica comprenderse profundamente hermanados con los demás, por tanto, con el compromiso de ofrecerles lo mejor de sí y buscar con ellos un mundo más justo y bondadoso para todos. Aparecer solidario, incluso trabajar en una iniciativa solidaria permanente, mientras trato mal a los demás, los uso para mis intereses y atropello su dignidad más elemental, es una mentira que no resiste análisis.

La solidaridad no está habitualmente cerca de la abundancia del dinero y del poder económico. Y esto puede resultar paradójico, pues se necesitan recursos para llevar adelante tantas obras solidarias que hacen un bien concreto. Pero hay un mundo económico y financiero que se abstrae de toda ética, que contribuye a forjar estructuras injustas, y que a menudo hace aspaviento de apoyar acciones de caridad que no son más que migajas que caen de la mesa del hombre satisfecho de sí. Puede haber personas o grupos ricos que honestamente quieren ayudar y compartir los bienes que tienen, pero deben exigirse una coherencia tal que no quede duda que están por la construcción de un mundo más justo, pues como nos enseña San Alberto Hurtado: “La caridad comienza donde termina la justicia”. Una solidaridad para la publicidad, “para la tele”, que no me compromete en un transformación creativa y profunda de los desequilibrios de este mundo, también es una mentira.

La solidaridad, finalmente, va de la mano de la humildad y de una cercanía auténtica a los más sencillos. No calza aparecer solidario y llevar una vida ostentosa, llena de lujos. Tampoco tener con los más pobres y marginados una relación meramente instrumental, o “de arriba hacia abajo” como si fueran un objeto indiferenciado de mi caridad. Quien es solidario intenta reconocerse hermano del otro, y aunque haya un abismo entre el mundo del otro y el mío, entre las posibilidades del otro y las mías, lo reconozco en su dignidad humana y busco establecer con él lazos de comunión. Una solidaridad que se agota en la acción y no logra ponerse, de algún modo, en los zapatos del otro, es impersonal y difícilmente cristiana.

El Papa Francisco nos dice: “La palabra solidaridad está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos” (EG 188). Éste es el desafío de hoy: pensar en términos de comunidad y de bien común.

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