¿Cómo sería el mundo si en cada tema, todos opinásemos disciplinadamente de idéntica manera? ¿Qué expectativas podríamos hacernos de una nueva Constitución, si los llamados a redactarla pensaran lo mismo? ¿Qué representatividad podría tener un organismo colegiado, si sus integrantes estuvieran de acuerdo en todo?
Las divergencias, dentro del marco democrático, son más un motivo de celebración que de desdicha. Qué mejor que bullan ideas diferentes que, confrontadas con otras de diversa concepción, podrían llegar a mejorarse mutuamente con matices que no habíamos tomado en cuenta.
Antes de que se nos olvide del todo ese formidable y democrático ejercicio, o que pase a ser directamente una afrenta, debemos volver a revalorizar urgentemente al que piensa distinto de nosotros, sobre todo en el histórico momento que hoy vive nuestro país.
A nivel personal, como también colectivo, exponerse a otras ideas nos hace más tolerantes, cultos, sensibles y mejores personas. Con un plus: las buenas maneras son determinantes para convencer, ser convencidos o, al menos, tomar las divergencias no como una declaración de guerra, sino como un intercambio entre dos o más seres civilizados. Bien lo decía Steve Jobs: “Nada bueno puede surgir cuando se pretende estar de acuerdo en todo.”
Las expectativas están puestas en esos 155 chilenos y chilenas, ya que ni el Gobierno ni la oposición parecen convencidos de esos beneficios. Que el Gobierno nunca encuentre la ocasión para convocar a dialogar a dirigentes de otros partidos o que la oposición únicamente se autoabastezca con sus propias convicciones, no tiene por qué llevar al proceso constituyente a transitar por ese callejón sin salida.
Por estos días vemos cómo el miedo a la opinión ajena suele expresarse de manera activa, particularmente en las redes sociales, donde el intercambio de insultos y difamaciones es bastante más usual que el debate pacífico y sin trampas. Constatamos, por ejemplo, que quien plantea transformaciones profundas o visiones rupturistas del modelo económico y político que ha regido al país en los últimos 40 años es automáticamente encarnizado, apelando a la tergiversación de sus dichos o trayectoria, e incluso atacado por su sexualidad o por su edad.
¿Será que temen inconscientemente ser convencidos? ¿Hay alguna pulsión atávica por los casi 20 años vividos bajo la dictadura militar que los hace retroceder hasta amordazarse de vuelta como en aquella época?
Nuestra historia nos refiere las ocasiones en que los resentimientos y las antinomias constituyeron el motor de graves enfrentamientos. Si bien el momento actual no es afortunadamente comparable al de los trágicos años setenta, nunca está de más advertir sobre las consecuencias de vivir convencidos de que las únicas ideas válidas son las que circulan por nuestras cabezas y que exactamente ésas deberían transitar por todas las demás.
Si la nueva Constitución aspira realmente a ser la “casa común de todas y todos los chilenos”, solo puede nutrirse del diálogo y de la tolerancia y por eso, a quienes fueron elegidos para tan importante misión debemos exigirles escuchar más y vociferar menos.