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Redistribuir poder

El estallido social que comenzó el 18 de octubre reactivó, tanto en la ciudadanía como en el ámbito intelectual, el tema de las flagrantes desigualdades sociales. La discusión se ha centrado en cuestiones relevantes como el cambio de la Constitución gestada durante la dictadura de Pinochet y en reformas estructurales en materia de pensiones, saludos y tributos, pero no ha abordado (o ha evitado) una pregunta clave: cuál es el costo de reducir la brecha social. Porque, inconscientemente, sabemos que lo hay.

Una cosa es clara: los derechos no son gratuitos, tienen un costo. El costo de que para poder ejercer una amplia, pero al mismo tiempo acotada libertad, debo aceptar ciertas restricciones. Es decir, no hay derechos ilimitados, el límite son siempre los derechos de los otros. La libertad, por ejemplo, de acceder a prestaciones de salud de alta calidad privada, restringe indirectamente el derecho de recibirla de los pobres. De lo que surge la segunda y conflictiva verificación: que dos derechos pueden ser en algún grado contrapuestos, en la medida que el exceso de uno -porque quienes lo ejercen tienen más poder en la sociedad- representa indirectamente un cercenamiento del otro.

En la sociedad, la debilidad del derecho de cada uno frente a los que tienen más poder económico o jerárquico, se busca compensar con la asociación entre los débiles: el caso arquetípico es el sindicato. Pero son muchos los derechos ya sancionados por la cultura que no tienen la misma capacidad de generar conciencia, organización y poder de influencia. El derecho a un ambiente saludable y no agresivo, por ejemplo, reconocido por numerosos textos legales, tiene capacidad de organización débil por su misma índole difusa, salvo en temas puntuales donde solo la política puede aunar y representar esos derechos en cuanto ella es expresión del poder organizado.

Y un aspecto de este problema es que la democracia se legitima con el derecho al voto. El economista norteamericano John Kenneth Galbraith escribía que en Estados Unidos habitualmente votan “los satisfechos”, es decir, los que tienen resueltos los problemas básicos de la vida. En síntesis, quedan con débil representación política los derechos de los que menos tienen.

Por cierto que cada país es distinto en este aspecto e incluso en muchos puede ser aún peor, porque la gente privada de derechos económicos y sociales es frecuentemente escéptica respecto a contar con poder político en la sociedad. Es lo que ha ocurrido en Chile y de ahí la importancia de reponer el voto obligatorio.

Todo este razonamiento debería llevarnos a comprender que la democracia implica mejor distribución del poder. Los griegos -que la inventaron- excluían de esa distribución a las mujeres y a los esclavos. La igualdad pertenecía a los pater propietarios. Mucho cambió el mundo desde entonces, pero no en que la relación entre los derechos económicos, sociales y el poder es dialéctica, y se influyen mutuamente.

Por eso es que el crecimiento del poder democrático del ciudadano implica también un proceso redistributivo; de lo contrario seguiremos tal como hasta ahora, viviendo en una democracia aparente, digitada por minorías que han antepuesto sus propios intereses al bien común.

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