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Pobreza multidimensional

La pobreza multidimensional ha sido entendida por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y localmente por la Encuesta Casen, como un concepto más allá de la falta de ingresos para la satisfacción de necesidades, sino más bien como personas que sufren carencias en las dimensiones de educación, salud, trabajo, seguridad social, vivienda y nivel de vida en general.

Esta redefinición permite abordar el concepto desde las diferentes aristas que componen la condición de pobreza y, por ende, de vulnerabilidad de las personas, así como también hace aumentar de forma notoria la cantidad de personas consideradas.

La Región de Ñuble, medida de forma independiente por la última Encuesta Casen, tiene casi un 25 por ciento de pobreza multidimensional; o sea una de cada 4 familias, cerca de 120 mil ñublensinos (as), la mayoría residentes de comunidades rurales, viven con lo mínimo no solo desde el punto de vista de los ingresos, sino que con muchas otras carencias.

Tales números han reabierto un debate -olvidado durante décadas- sobre la porfiada incapacidad que parece tener el país para superar la pobreza y el fracaso de sucesivas políticas públicas que, independiente del Gobierno de turno, comparten un enfoque que concibe a la política social como un paliativo para aligerar el impacto de decisiones económicas, y a los sectores más vulnerables como objetos pasivos de las políticas socioeconómicas.

Son dos caras de una misma moneda que hay que dejar atrás. En la década anterior se creyó que un mayor protagonismo del Estado y el asistencialismo, por la vía de los subsidios, eran el camino adecuado.

Diez años después la apuesta es que la inversión y el crecimiento alcanzarán también a los sectores más vulnerables. Sin embargo, esta opción del “chorreo” tampoco parece funcionar.

En ambos casos la política social surge como una medida tardía que busca remediar los efectos de la política económica.

La sugerencia de organismos internacionales, partiendo por la OCDE, es que Chile debe romper con este enfoque erróneo y avanzar hacia un nuevo paradigma que comprenda a la política en su conjunto como política social.

Concebida correctamente no existe, por ejemplo, división entre política económica y política social; son y deben ser la misma cosa, un paquete indivisible que contribuya a la integración y al bienestar de las personas.

Parece mentira que a estas alturas de nuestra historia no se entienda que en el combate a la pobreza, el proceso de integración social no puede ser solo de arriba hacia abajo, o sea del Estado hacia las comunidades marginadas. También hay que pensar y actuar en alianza con ellas para generar políticas que funcionen como incentivos, que fluyan de abajo hacia arriba y de las periferias hacia los centros.

Hay que dejar de ver a las personas en situación de pobreza como objetos pasivos de políticas para que se conviertan en sujetos activos: de receptores de asistencia a agentes con la capacidad para dirimir sus propios destinos.

Solo así va a ser posible pasar de la cultura política del clientelismo y la dependencia de subsidios a la cultura política de la ciudadanía y las oportunidades.

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