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Ollas comunes en Chillán llegan a 20 y se abren nuevas en comunas de Ñuble

Foto: Mauricio Ulloa

Un fondo para cocinar, de unos 40 litros, tiene un costo cercano a los 45 mil pesos en cualquier ferretería. “Pero no hemos podido conseguir recursos para comprar uno. Pedimos ayudad, subimos mensajes por Facebook, pero no pasa nada”, dice Gloria San Martín.

Ella es la presidenta de la junta de vecinos de Los Nevados de Chillán 1 y 2, al oriente de la ciudad. Se trata de una villa que tiene no más de 10 años y en donde la cesantía ha golpeado durísimo, luego que muchos de sus vecinos fueran despedidos a causa de la pandemia.

Por eso, ella, más un grupo de tres voluntarias, día a día trabajan colectando comida para suplementar la ayuda que llega a través de la municipalidad y empresas privadas como el Supermercado La Escoba, para preparar colaciones para algunos de los vecinos que, sencillamente, no tienen “ni para parar la olla”, dice.

Según la dirigenta, son cerca de 150 familias las que se inscribieron en la sede vecinal. “Y si no hemos podido ayudar a más personas, no es porque nos falte comida, lo que pasa es que necesitamos urgente otro fondo más, de esos grandes. Si tuviéramos uno más, podríamos ayudar a más familias”, explica.

Las familias se inscriben y deben llevar temprano algún bolso o una mochila.

Se les pega un papelito con el número de personas que componen la familia, y así, las voluntarias preparan colación para las personas precisas.

Muchos grupos familiares en el barrio están compuestos por entre cuatro y 12 integrantes, incluyendo abuelos y niños.

“Pero igual yo trato de hacer un poco más de comida cuando se puede. A veces nos alcanza para la once o el desayuno, y a veces no. Y cuando no alcanza, nos toca salir a pedir comida a las poblaciones”, dice Walda Rosario, vecina del sector, quien añade: “no nos ha ido muy bien pidiendo, porque ellos tampoco tienen mucho, ahora”.

Ellos son 12 personas, pero pide comida para seis, “porque no puedo dejar sin nada a otra familia. De todos modos, nos repartimos las colaciones, que son súper ricas y variadas, y con eso quedamos bien, además, lo primero es cuidar a los niños, que en la casa son cuatro”.

“Después seremos mejores”

Fue un instructor de un club deportivo del sector, quien conociendo la realidad económica de las familias de sus pupilos, decidió hacer una de las primeras ollas comunes en el sector, imitando lo que partió realizando el dirigente Juan Matamala, de la población Luis Cruz Martínez.

Las hacía en su carrito de comida, “por lo que no alcanzaba para muchas personas, así que fue así que en la junta tomaron la idea y empezaron a trabajar consiguiendo comida, cocinando, repartiendo y todo eso”, comenta Carolina Contreras, una de las voluntarias y la encargada de hacer la lista de las personas beneficiadas.

A sus 27 años, es alumna tesista de la carrera de Agronomía, en la Universidad de Concepción. Por eso, la eligieron a ella para ese pequeño trabajo administrativo de llevar una lista, con nombres, Rut, celulares y firmas.

Paradójicamente, en su tesis investiga el efecto de un virus que deforma las alas de las abejas, causándoles la muerte. La analogía es evidente con lo del Covid, e virus que le significó la cesantía a dos de sus hermanos menores, y a su mamá, quien perdió el empleo apenas llegó el virus a nuestras calles.

“Esto ha sido muy duro para mucha gente, no solo por la falta de dinero. Muchos deben salir a la calle a pedir comida, y eso es un golpe tremendo a la dignidad de ellos, y a la de todos nosotros, en realidad”.

Pequeñita, delgada y con la voz algo trémula después de algunos relatos, con los ojos vidriosos, dice “yo quise ayudar. Tal vez no podía hacerlo económicamente, pero sí podía venir a pelar papas, por último, y la verdad ha sido un trabajo comunitario muy lindo, y lo mejor de todo es que la gente se va contenta, agradecida, y eso que muchas personas que viven aquí, no están muy acostumbrados a ser agradecidos, porque les ha tocado una vida un poco compleja”.

Ella es, además, la encargada de llamar a las personas que no han ido a buscar los bolsos encargados.

“Ahora estoy llamando a una señora que ha venido todos los días, entonces es raro que todavía no llegue…”.

Carolina sabe que las realidades familiares de sus vecinos son complejas y que algunos necesitan más ayuda, y en múltiples dimensiones, que otros.

“Para mí ha sido gratificante todo esto. Conocer a las personas que están ayudando aquí ha sido muy lindo, yo no las conocía antes, y ahora las admiro y las valoro mucho. No basta con conocernos las caras y los nombres, los vecinos debemos ser más cercanos, ayudarnos. Estoy segura, que después de todo esto, seremos mejores personas, mejores vecinos”.

Cuando la tarea ya está hecha, Carolina se va al centro, para trabajar como empaquetadora en un supermercado. Se va pensando en las abejas. Y en el virus.

Soñar con un trabajo

Hace 39 años, cuando Flor Figueroa, solo tenía siete años, iba a la ex Escuela Normal en la que su profesora y otros funcionarios, reconocían su espíritu solidario. Cuando había que hacer algún favor, ella era la primera en levantar la mano, “pero las notas eran malas…muy malas”, dice con humor, quien es la encargada de cocinar esas 150 colaciones gratuitas.

Y todos dicen que le quedan muy ricas.

“Cuando tenía siete, me iba a buscar a la sala, la tía Laurita, que era la cocinera. Ella era una mujer grande, y con rulos. Me iba a buscar para que la ayudara a cocinar, y así fui aprendiendo. Por eso me hice como la fama de que cocinaba rico y sabía cocinar para varias personas”, revela.

En su casa todos perdieron el trabajo, incluido un hijo que hace un mes fue papá.

“Pero me fueron a buscar para venir a ayudar y dije que sí altiro. Me gusta ayudar al prójimo”, explica.

Rosa nunca ha trabajado formalmente como cocinera. “Y es mi sueño”, dice.

Si fuera por cartas de recomendación, hoy mismo podría conseguir 150, fácilmente.

Pero no es la única que sueña con un trabajo. Ni siquiera con un trabajo soñado, sencillamente con hacerlo.

“Todos perdieron la pega en la casa, nosotros trabajábamos en el campo, y por esto de la pandemia no pudimos seguir”, dice Verónica Lagos.

Con cuatro ingresos menos en la casa, lo primero que dejaron de pagar fue el agua y la luz. “No nos han venido a cortar nada, todavía, pero ya se nos juntaron cuatro cuentas. Y ahora, no nos alcanza para la comida, por eso estamos viniendo a la sede”, explica.

Se despide, con su bolso con tallarines, carne molida, ensalada de lechuga y manzanas, diciendo “lo único que queremos es poder volver a trabajar, en lo que sea, pero poder trabajar”.

Cada día hay más ollas

Ricardo Rodríguez, de la Coordinadora Solidaria Chillán, funcionario de Gendarmería es quien está asumiendo la tarea de coordinación de estas iniciativas, en todo Ñuble.

Es quien enseña cómo organizarlas y comparte las redes de apoyo a quienes quieren comenzar a realizar ollas comunes. “Ahora partirá una en Pinto”, explica.

Rodríguez dice que la más grande es la de Los Volcanes 4, organizada por el Ejército, la Municipalidad y el Obispado. “Y hoy debe haber ya unas 20 en Chillán, pero eso aumenta todas las semanas.

Sin embargo, advierte que si hay más ollas comunes es porque las cajas sociales que entrega el Gobierno, “no fueron la mejor medida. Eso alcanza apenas para una semana y no incluye carne, verdura ni legumbres”, advierte.

En esa misma línea, la presidenta de la Unión Comunal de Juntas de Vecinos de Chillán, Cecilia Henríquez, plantea que “las cajas han sido insuficientes, muchas juntas vecinales se quejan que ni siquiera les ha llegado y en la municipalidad en vez de ver cómo acelerar el proceso, están discutiendo por quién las debe entregar y quién no”.

 

 

Felipe Ahumada

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