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La venganza de los murciélagos

Señor Director:

El viejo conventillo de mi barrio era un mundo aparte, cosmopolita y multicultural, allí en sus piezas con piso de tierra convivían sin querellas un grupo humano tan diverso como solidario; zapateros, lustrabotas, suplementeros, maestros de diversos oficios, albañiles, carpinteros, peluqueros, ojalateros, gañanes, costureras, lavanderas, empleadas domésticas de puertas afuera y uno que otro falte con sus trajes de presentador de circo y bigotitos dalisianos.

Algunos se quedaban por años y eran parte del barrio, otros iban y regresaban, otros partían para siempre sin decir a dónde ni expresar un adiós. Nuestra infancia feliz, nos permitía introducirnos por su largo pasillo, observar sus quehaceres y acompañados por los niños que allí habitaban, compañeros inseparables e inolvidables, andar sus corredores y subir a la copa de la gran acacia ubicada en el centro del patio común, en cuyas altas ramas colgaban sus sueños los murciélagos.

Con el mayor sigilo amarrábamos el hilo de la cañuela a una de sus patas haciendo que los adefesios emprendieran sobresaltados un alocado viaje sin destino que nosotros controlábamos desde el suelo, determinando a nuestro antojo las distancias de aquellos vuelos de espanto, la libertad y el destino sin suerte de aquellos mamíferos alados.

Bueno, bueno, el tiempo y la vida giran en círculos, mi padre lo sabía sin haber leído a Nietzsche, y yo lo supe por ambos; mis compañeros de niñez al parecer crecieron más de la cuenta, el viejo caserón que cobijara su infancia y nuestras escaramuzas cayó palo a palo, ladrillo por ladrillo, sólo la cada día más alta copa de la acacia se asoma por sobre el muro de mi encierro y por la noche unos ojos de ratas atisban a través de los visillos y amenazantes me muestran los estiletes virales de sus alas.

Miguel Gaete de la Fuente

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