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Jóvenes cesantes

Una herida tan profunda como la sanitaria es la que dejó la pandemia en la economía, donde la caída del empleo golpeó muy duramente a los jóvenes. El año pasado hubo una leve recuperación de 3,9% respecto de 2020, pero que en realidad alivia muy poco el drama que esconde un indicador que ronda el 25% en las mujeres y 17% en los hombres de entre 16 y 24 años.

Otro aspecto, no menor, que permite visualizar esta problemática es el alto nivel de informalidad al que los jóvenes están expuestos. Seis de cada diez jóvenes que trabajan lo hacen de forma precaria, es decir, en la informalidad. Sin embargo, a menudo ganan el salario mínimo o menos, trabajan por jornadas extendidas, en situaciones insalubres y sin protección social.

Esto último tiene consecuencias graves para el futuro de los jóvenes. Según el informe, la informalidad del primer empleo es un predictor importante de trayectorias de exclusión: impacta negativamente sobre los ingresos futuros, sobre la probabilidad de tener un trabajo decente y de acceder a la jubilación.

Entre quienes no consiguen trabajo cunde el desaliento y no pocos de aquellos que sí cuentan con un empleo, lo ejercen en condiciones de informalidad, sin protección ni perspectivas. Sin embargo, basta revisar los indicadores de escolaridad para darse cuenta de que estamos ante una paradoja, pues estos jóvenes forman parte de la generación más educada que hayamos tenido: la mayoría ha terminado los estudios secundarios y un buen porcentaje ha cursado la educación superior en un instituto profesional o universidad, y tienen lógicas expectativas sobre su propio futuro en el mundo del trabajo.

El empleo de los jóvenes es un desafío político, porque cuando esas expectativas se traducen en desaliento y frustración, se hace más difícil la estabilidad de nuestra sociedad e incluso la representatividad y gobernabilidad democráticas. Además, existe el problema de la relación con la vida laboral, pues cuando los jóvenes no tienen oportunidades, difícilmente lograrán romper el círculo de la pobreza e internarse en una senda de trabajo decente.

Por otro lado, es práctica habitual que sean los primeros en perder su empleo en tiempos de “ajustes” y los últimos en volver a trabajar cuando llega la recuperación; sin contar que generalmente son considerados mano de obra barata. Para enfrentar este desafío es necesario adoptar medidas específicamente dirigidas a generar más y mejores empleos para los jóvenes. Invertir en formación profesional e incentivar el espíritu de emprender para que puedan verse también como creadores de empleo.

Con los jóvenes no actúan las fuerzas invisibles del mercado, porque estamos frente a problemas estructurales que solo pueden ser abordados con acciones y políticas muy concretas. Por eso es importante que el Gobierno, tanto en el nivel nacional como regional, lo mismo que los municipios, los sindicatos y los empresarios, conjuntamente con otros actores sociales, insistan en buscar la manera de torcer esta realidad, si es que de verdad queremos avanzar hacia un desarrollo inclusivo, con mayor justicia social. Sin los jóvenes, no vamos a lograrlo.

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