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La industria de áridos representa en Chile un lucrativo negocio de aproximadamente US$150 millones por año, con un volumen de ventas anual de 22 millones de metros cúbicos, equivalente a un consumo de 1,1 toneladas por habitante. En Ñuble, según registros del Servicio de Evaluación Ambiental (SEA), desde 2015 a la fecha han sido aprobados proyectos que totalizan inversiones por más de 30 millones de dólares.
El tema no es nuevo, pero sí ha cobrado actualidad por la próxima votación de la propuesta de la empresa Arenex en Huape, donde pretende explotar un terreno de 110 hectáreas, lo mismo que otra iniciativa que busca intervenir 400 hectáreas en el sector de Quinchamalí. En ambos casos, pese a existir un fuerte rechazo de las comunidades, no se consideró la participación ciudadana en el proceso de evaluación ambiental, con el agregado que un proyecto similar en la ribera el río Itata, en el que sí se contempló la opinión de la comunidad, le habría costado el puesto al director del SEA.
Este episodio no solo ha despertado suspicacias entre quienes se oponen a estas iniciativas, sino también ha dejado en evidencia la levedad de la legislación y una serie de vacíos en materia de fiscalización para un negocio que aparentemente es muy conveniente, pues las concesiones se obtienen prácticamente gratis y las inversiones son relativamente bajas, no así las ganancias que pueden ser millonarias. Además, las empresas que extraen áridos suelen asociarse a compañías que ejecutan grandes obras y obtienen desde los municipios la condonación de patentes, por lo que no tributan en las comunas donde causan los impactos ambientales y sociales por esta actividad.
Es evidente que los áridos son necesarios. En sus diferentes formas se usan en aplicaciones muy variadas, llegándose en la actualidad a consumos extraordinariamente masivos en prácticamente todos los países del mundo, Chile incluido.
Sin embargo, la gran diferencia con otras naciones es que aquí las regulaciones que rigen al sector no se encuentran bien establecidas. Uno de los aspectos más significativos tiene que ver con la carencia de una política nacional que recoja el reconocimiento y la importancia que este insumo tiene para la construcción, como también los impactos ambientales y sociales que provocan su disminución o sobreexplotación.
Es por esto que resulta necesario que el Estado se haga cargo de aspectos como el ordenamiento territorial, la variedad tipológica de extracciones, el rol que cumple esta actividad en la economía, la incorporación de las comunidades afectadas en la tramitación de los permisos y una fiscalización adecuada para que estos proyectos no se conviertan en pasivos ambientales.
Los vacíos y opacidad en los aspectos antes señalados continúan entrampando la transparencia del rubro y reclaman una regulación eficaz para hacer frente a un problema que puede transformarse en una muy mala herencia para las futuras generaciones.