Convivir con el progreso tiene sus costos y ventajas, pero es algo prácticamente inevitable y que las comunidades y las empresas están aprendiendo a manejar. Este es un proceso que lleva tiempo y recursos y que varía de acuerdo al desarrollo de los distintos países y los tipos de sociedad.
La construcción de una industria, una autopista urbana, una cárcel o centrales de energía, producen un impacto directo en los vecinos del lugar donde se emplazan. Comodidad, conectividad, un ambiente favorable para el desarrollo de otros negocios, adelantos que mejoran la calidad de vida de las personas son una cara de la moneda. En la otra hallamos impactos ambientales, visuales, en la plusvalía y seguridad.
En definitiva, el desarrollo económico no es gratuito y si bien conlleva mejoras para los usuarios, también implica deterioro y efectos negativos, o al menos la necesidad de cambios en el sistema de vida de los grupos humanos que resultan directamente afectados. Por eso, ya no basta con ingeniería de excelencia para sacar adelante un proyecto. Hoy es clave contar con “licencia social”, es decir, la aprobación de las personas o grupos afectados por actividades empresariales con un fuerte impacto en su vida o bienestar.
Esta idea se funda en un diagnóstico ampliamente compartido en los ámbitos académico, político y empresarial, aunque no siempre puesto en práctica. A diferencia de lo que ocurría hace una década, hoy se deben considerar no solo miradas orientadas por los imperativos de crecimiento y de ganancia que propone la racionalidad económica convencional y los parámetros de producción y consumo que proyecta el mercado, sino también los términos mismos en los que ese desarrollo sería deseable, las expectativas de las comunidades en que se insertan los proyectos y nuevas formas de relacionamiento con la naturaleza, que garanticen su sustentabilidad.
Y e si bien hay un marco regulatorio que es de carácter nacional, ello no obsta para que localmente renovemos la forma de abordar las problemáticas derivadas de esta dinámica, partiendo de la base que siempre habrá controversias que serán socio-técnicas, y que para ello es fundamental la participación, pero no aquella mal entendida hasta ahora, consistente en entregar un par de cartillas de información y compensaciones materiales por un período de tiempo acotado, sino una que se construya con una óptica de largo plazo y en una lógica de diálogo.
Creer que los proyectos de inversión solo tienen dimensiones técnica y económica y que, por lo tanto, no corresponden las reacciones emocionales ni políticas, es un error. Entender la emocionalidad detrás de los conflictos asociados a los proyectos de generación de energía y gestionarla con la sensibilidad que merece, en lugar de rechazarla técnicamente, es imprescindible para obtener la “licencia social” que hoy debemos exigir a cualquier proyecto de inversión que pretenda desarrollarse en nuestra región.