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Chillán, un Titán

“El Chillán Viejo había sido destruido por el terremoto. Y el nuevo Chillán había huido, se habían alejado para reconstruirse. A pesar de ello, de la cercanía de la tierra, surgía de nuevo el mismo mal secreto, la misma enfermedad del alma, que produjo quizá la anterior ruina. ¿Es la región, es la tierra resquebrajada y demoníaca, en su encanto y embrujo, la culpable del envenenamiento del alma? ¿O es el alma, seducida y enferma, la que despierta a los volcanes y llama al terremoto?” Son las preguntas que en 1940 se hacía un Miguel Serrano, en su obra “Ni por mar, ni por tierra”. Y él las hacía porque ya en esa fecha, a nadie podía dejar indiferente el misterio de esta ciudad, responsable de ser la cuna de tanto talento sobresaliente en todas las esferas del espíritu nacional. Pero bien pudo ser al revés, proviniendo dicho rasgo acaso desde el remoto pasado de la raza indígena, de las primeras etnias de este territorio.

Porque estas, en vez de “males secretos” y “enfermedades”, bien podrían haber proferido bendiciones rituales-sacramentales, conjuros, las que sus machis, magos y maestros habrían dejado en el paisaje, en el aire, en las rocas, en las aguas de sus ríos. Y estas habrían recogido la impronta, el sortilegio, llamando al espacio chillanejo a una misión elevadora de lo humano, misión recogida después por tantos individuos, preclaros auditores de dicha ancestral impronta-conjuro. No en vano el nombre indígena al norte del río era Renüwelen (Reinohuelen), es decir y literalmente “cueva secreta o iniciática donde los brujos-magos se hacen cambios y transformaciones”. No en vano la raíz de Ñuble, es decir la palabra mapuche Ñüfle, apunta a una enigmática condición salvadora después de un futuro gran diluvio: “(tierra) para cuando esté seco”.

Luego de la fundación del fuerte San Bartolomé, el medio sobrio, carente de ayudas pero pujante, un medio hostil que implicaba y exigía enorme tolerancia a la frustración y la práctica de una resiliencia activa, como lo es todo medio campesino y rural que se ve obligado a un muy rápido capitalizar los aprendizajes de la cambiante naturaleza, forjó en sus habitantes un determinado carácter no exento de orgullo, estoicismo, ambición y crecimiento. No en vano Chillán fue la ciudad chilena que en tres siglos en cinco ocasiones debió ser refundada, y por tanto, es la ciudad que más destrucciones, ataques indígenas y reconstrucciones ha enfrentado y superado en toda la historia de las ciudades chilenas. Esto templó una fuerza interna, un newen en los hijos de Ñuble, que empujó –a quienes iban a convertirse en futuras figuras nacionales- a buscar fuera de Chillán las oportunidades y las condiciones para desarrollar su talento o concretar profesionalmente sus ideales.

“Estamos con una tarea titánica” decía ayer el alcalde Zarzar aludiendo a los desafíos mayúsculos de esta pandemia, plagada de incertidumbres. Una frase que de seguro y por otras históricas razones, repitieron sus anteriores colegas desde el siglo XVI en adelante. Por tanto si antes se pudo, ¿por qué no ahora? Chillán se traduciría también como “caerse lo que se lleva a cuestas”, pues se derivaría de la contracción del término chiquillán, sus primeros habitantes. Es decir de chiquin, “llevar a cuestas”, y de llañn, “perder o caerse”. Por tanto, se trataría de una zona o “ciudad sisífica” (de Sísifo, el titán griego), que como este mítico personaje, siempre debe reanudar sus esfuerzos de subir lo que una y otra vez se le cae de sus espaldas. Por encadenar nada menos que a la muerte, el castigo de los dioses fue el de empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la montaña, la piedra siempre rodaba hacia abajo, una y otra vez. La piedra hoy se llama contagio, cesantía, sobrevivencia familiar, pero el conjuro es más poderoso, pues el Sísifo de Chillán es un hijo de los magos de Renüwelen.

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