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Autodestructivos

Cada día entre 4 y 5 chilenos y chilenas pierden la vida en un accidente de tránsito. De hecho, es una de las principales causas de mortalidad en Chile, sobre todo entre la población joven de entre 15 y 29 años. La cantidad de hombres triplica a la de mujeres, y si bien el 85% de los accidentes ocurre dentro de las ciudades, 6 de cada 10 fallecidos proviene de siniestros en carreteras.

Ñuble contribuye en forma importante a esta estadística. En los últimos 10 años han fallecido más de 700 personas por accidentes viales y los lesionados superan los 12 mil. El problema es de una gravedad tal que no se explica la falta de conciencia y de reacción de la comunidad. Frente a nosotros mueren 70 personas al año, sin que ello sea suficiente como para originar una respuesta decisiva.

Tales cifras deberían hacernos reflexionar sobre una problemática en cuyas causas concurren numerosas formas de irresponsabilidad, aunque hay un factor esencial que debería convocarnos a todos: la desaprensión.

En efecto, detrás de la negligencia de peatones, del consumo de alcohol y del exceso de velocidad -que son las causas de la gran mayoría de los accidentes fatales registrados en Ñuble-, el desprecio por las normas mínimas de seguridad es un denominador común. Esa inaudita falta de conciencia conforma un cuadro de víctimas que va en aumento.

La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿Cómo concientizar a una sociedad que acepta en los hechos perder esta cantidad de vidas por año?

Una de las hipótesis posibles es que, si bien rechazamos masivamente la muerte, no apreciamos aun suficientemente la vida.

La historia y el sufrimiento nos han enseñado a rechazar todas las formas de violencia y de agresión, pero no hemos aprendido aún, en forma colectiva, a respetar aquellas cosas que, traducidas en actos concretos, significan respetar la vida propia y la ajena. En parte, porque cada accidente de tránsito queda privatizado como una fatalidad individual, en un sufrimiento para las familias de las víctimas, pero ese dolor no ha sido elevado aún a la categoría de conciencia colectiva. Ese umbral de conciencia es el que habría que trasponer si aspiramos a resolver el problema.

Quizás no haya desprecio por la vida. Pero lo que no existe aún es el concepto activo que debería primar en una sociedad civilizada: el cuidado de la vida ajena y de la propia.

Nadie tiene vocación de asesinar a otro ni de suicidarse, pero con ello claramente no basta. Hay que desarrollar una conciencia positiva del cuidado de sí y del cuidado de los demás. Nuestra comunidad aún no pone en práctica ese cuidado, lo cual lleva a pensar que, si bien no hay voluntad de muerte, no hemos logrado implantar a fondo todavía nuestra voluntad de vida.

Uno de los puntos más graves es que estos accidentes están incorporados en la conciencia colectiva como una forma de fatalidad. Y esa probablemente es la principal enfermedad: considerar inevitable algo que precisamente se puede evitar.

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