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Cotidianamente, nos abruman las noticias referidas a casos de violencia adolescente y juvenil, ya sea en las calles o en diversos lugares de diversión nocturna. Los episodios que se registran revelan una elevada agresividad.
Estos hechos, lamentablemente cada vez más comunes, plantean, por una parte, fundadas interrogantes acerca de las causas que los originan y, por otra, la necesidad de encontrar respuestas positivas para un mal que daña a todos, menores y mayores.
Si se delimita entonces la cuestión, tal como se da en la actualidad, se trataría de examinar primero las variables de mayor incidencia en la promoción de los comportamientos violentos.
En ese sentido, se ha dicho con razón que los cambios operados en las últimas décadas en la organización y conducción de la familia han afectado la conducta de los hijos, en especial en lo que concierne a la forma de relación que se ha venido instalando entre padres e hijos, que ha ido estableciendo un modo de simetría igualitaria que priva de autoridad a los mayores cuando llega el tiempo de guiar a los adolescentes.
La misma falta de autoridad se ha venido produciendo en el sistema educacional. Hace tiempo que la relación entre docentes y alumnos se ha ido planteando de manera también simétrica, en muchos casos como si fueran compañeros que se tratan de igual a igual. Además, el sistema escolar ha recibido una suerte de embate ideológico que lleva a estimar la disciplina como un modo de represión y las sanciones como un producto del autoritarismo, con lo cual no solo se deforma el significado de las palabras y los criterios de acción, sino que también se crean condiciones para un estado de confusión.
Consecuentemente, surge una lógica demanda de soluciones. Desde luego, las respuestas no son simples ni de logro inmediato. Lo primero a señalar, aunque suene paradójico, es que habría que fortalecer el rol que se ha debilitado, es decir, el del adulto, padre o docente, ya que la vida familiar y la escolar lo requieren. A esto debe agregarse que límites y sanciones deben ser correctamente entendidos y aplicados, puesto que la convivencia doméstica, escolar y social no son relaciones liberadas de normas. En los tres planos hay reglas básicas por cumplir, como las que se refieren al respeto, las buenas formas del trato, la veracidad y el cumplimiento de la palabra.
Otra es la situación de los adolescentes o jóvenes sin apoyo familiar y que han dejado la escuela. Ellos merecen otra consideración a través de políticas y organismos sociales que tienen que ayudarlos a encontrar su camino.
Por último, al profundizar en las causas del problema, no puede omitirse la influencia de una sociedad confrontacional en la cual abundan lamentables ejemplos de incumplimiento de leyes, declinación de las instituciones y sus normas, y empleo de la violencia verbal puesta al servicio de intereses contrarios al sentido de la vida en democracia, todo lo cual crea indirectamente una fuente de contagio e imitación para muchos jóvenes. Esta es otra dimensión del problema, donde otros son los responsables y otras las rectificaciones que hacen falta.