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¿Adiós a las mascarillas?

Mauricio Ulloa

El Ministerio de Salud anunció que a partir de octubre el uso de la mascarilla pasará a ser voluntario, con excepción de los establecimientos de salud. Asimismo, se estableció que el pase de movilidad dejará de exigirse y la campaña de vacunación contra el covid-19 se concentrará en aquella población con factores de riesgo.

La decisión se da en medio de una baja de casos y descenso de la mortalidad, y luego que varios actores del mundo político y científico aconsejaran esta medida en base a tres argumentos. El primero es la alta tasa de vacunación contra que exhibe nuestro país, una de las más altas del mundo. Segundo, el positivo mensaje que entregó la Organización Mundial de la Salud (OMS), previendo que la “salida” a la pandemia ya se encuentra cerca; y tercero, a la idea compartida de avanzar a mayores libertades que ayuden a evitar que se profundice la fatiga pandémica, aún muy presente en buena parte de la población.

La medida, sin embargo, no es compartida por todos, pese a los argumentos señalados y otros asociados a beneficios para determinadas actividades económicas.

Quienes comparten esta mirada proteccionista plantean que una importante lección a sacar de esta epidemia es que cuando hay virus respiratorios en circulación, especialmente en los meses fríos, la mascarilla es una forma de no exponer a los demás y de protegernos nosotros mismos cuando estamos en ambientes cerrados. Y en cuanto al nuevo escenario, tras el anuncio del Minsal, varios epidemiólogos han advertido que habrá que seguir pendientes de la evolución de los indicadores y si empeoran, especialmente los relativos a ingresos hospitalarios, se deberá revisar esta flexibilización.

A más de dos años de que el covid-19 trastornara nuestras vidas, resulta curioso recordar que en aquellos primeros momentos las autoridades sanitarias no tenían la certeza de si el uso de mascarillas era o no recomendable para la población en general. Y además, no era fácil encontrarlas, pues estos elementos profilácticos, hasta entonces banales, se habían convertido en el mercado mundial en un bien escaso y codiciado. Sin embargo, muy pronto todas las caras aparecieron semicubiertas y la mascarilla se transformó rápidamente en el signo visible del dolor y restricciones, como también en el emblema de la resistencia de la sociedad frente al virus. Incluso las normas sobre su uso, que llegó a ser obligatorio incluso en parajes solitarios o en calles vacías, no dejan de sintetizar también las incoherencias, que no han faltado, en la gestión de la pandemia.

Las mascarillas han sido el símbolo de la pandemia, a la vez que la herramienta más elemental para protegernos del virus. El final de su obligatoriedad en Chile, a partir del próximo sábado, va a marcar, por tanto, todo un hito; será una señal de que si bien la enfermedad no ha desaparecido y todavía puede darnos sorpresas desagradables, estamos ya en una fase muy distinta.

Muchos ciudadanos y ciudadanas recibirán el cambio con satisfacción, otros preferirán seguir usándolas, pero seguramente todos y todas deberíamos continuar teniendo una a mano.

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