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Triste morir por una finta del lenguaje

La muerte se vuelve a asomar en el pueblo. Al parecer, la estadística local puede ya sumar la segunda muerte de Covid-19. Con todo, algo muy dudoso que sea de esa causa, pues todos sabíamos que desde hacía muchos meses, el anciano en cuestión permanecía solo y postrado, raquítico con enfisema y tristemente llagado por todas partes.

Esta vez, Caronte, el barquero de los muertos, se ha llevado al siempre solitario y triste “viejo Urbina”, el último zapatero remendón que resistía a la pandemia económica que arrasara con todos los oficios manuales de antaño. Aunque al pasar, de la gente escuché acaso lo más triste como una suerte de cruel epitafio: “qué pena para el viejo Urbina no alcanzar a recibir e irse con el bono de invierno…” La gente no cambia, ni siquiera ante la visión de fosa abierta, como tantas que ha mostrado la TV en Nueva York, en Ecuador o en El Salvador.

Este hombre, que yo conocí muy joven jugando fútbol, ya desde entonces tenía ese apodo. A pesar de sus piernas de resorte y salto ágil propias de pivote central en la defensa, a pesar que a veces reía parco cuando ganábamos en cancha, ni siquiera a sus veinte años nunca pudo mutar ese rostro suyo mustio, grave y reconcentrado. Pero lo real es que, si hiciéramos un trabajo de desmontar la carga del programa o “software” familiar, podríamos mutar hasta el aspecto facial, hasta el semblante de nosotros.

En nuestros cursos de ontoescritura, siempre machacamos que “la biografía determina la biología”, por lo que es menester cuidar muy bien como articulamos el relato, el cuento que nos contamos, pues este se vuelve carne e historia, relato que a su vez engendra más carne y más historia.

Lo cierto es que siempre podemos mutar, empezando por nuestra concepción de lo que es la vida y lo que es la muerte. Las opiniones y los juicios que cultivemos al respecto, determinará el tipo de vida y el tipo de muerte. Somos mutantes y estamos en tránsito. La ruta hacia la muerte, el determinismo futuro hacia el cual inexorablemente avanzamos, prepara otro determinismo futuro hacia el que debería avanzar nuestra conciencia: la mutación de nuestro cuerpo biológico en una hipotética nueva energía, nuevo “cuerpo”, acumulación de “substancia espiritual” para una especie de parto o metamorfosis a una nueve especie.

Esta única realidad subsistente de nosotros, si la logramos trabajar, cultivar y pulir con infinita paciencia y pasión -lo más probable durante múltiples vidas- para en ella convertirnos, contrarrestaría la tendencia cósmica hacia la degradación, la entropía, el frío y la nada final. En ello, hay apenas una ayuda remota: la presencia de un polo de luz, de un punto omega, ese punto focal de la reunión de las conciencias, las que con su magnetismo en pro de lo evolutivo, coordinaría las fuerzas convergentes de la luz. La otra improbable ayuda –si nuestro instinto o hambre de trascendencia aún estuviera muy despierto- sería la orientación metódica para trabajar intensamente sobre sí mismo, con la guía de un verdadero gran maestro.

El “viejo Urbina”, en su mesón de los zapatos, pudo haber cultivado con infinita paciencia esa substancia fina, vencedora de la entropía y la degradación. Pero lo que nos consta es que a punta de certeros cabezazos evitó muchos, cientos de goles de la delantera rival. Pero al parecer, el único gol que no pudo evitar fue justo el más importante: advertir tempranamente cómo el equipo de la muerte preparaba la jugada maestra desde campo propio, desde el punto penal en que nació: engañarlo con la finta del lenguaje y con ella tomar la ilusión como “real”, haciéndolo creer –ya desde la media cancha de su vida- que él era y sería siempre el pobre “viejo Urbina”. La figura de este mundo pasa. Darse cuenta y desmarcarse de toda etiqueta, eso es despertar.

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