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No basta una Navidad cultural

Para nadie es un misterio que hay una Navidad cultural, sin carácter religioso. El acento está puesto en el consumo, algún tipo de encuentro festivo, junto a muchas luces y viejos pascueros. Dios casi no aparece. Y aunque no se trata de imponer a Dios, porque la fe es gratuita y libre, molesta que todo lo que rodea a la Navidad se haga “en nombre de la Navidad”, fiesta de la fe cristiana que celebra al Dios hecho humanidad por amor a nosotros. Razón tenía un cristiano que me decía: “Nos han robado la Navidad”.

Es verdad que la Navidad cultural tiene algunos valores que compartimos también desde la fe, como el amor familiar o de amistad, manifestado en el compartir de la Nochebuena y en los regalos que intercambiamos. Pero ese círculo afectivo se queda a menudo en un intimismo que no abre nuestro amor a otros que nos amplían y enriquecen, y el amor verdadero es aquel que nos ayuda a salir de nosotros mismos hasta acoger a todos.

Otro valor que se expresa en estos días es un deseo de paz para el mundo, conocedores del mensaje de paz para todos los hombres que se escucha en Belén y que sigue siendo un anhelo profundo en nuestra historia herida. Pero si este deseo no nos lleva a superar discriminaciones y violencias, procurando un mayor compromiso con la dignidad de toda persona humana, queda en emociones que se las lleva el viento, mientras sigue habiendo millones de descartados que no encuentran un lugar en la posada de los hombres. Jesús nació en la periferia, porque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”, dice San Juan. Nacer y vivir en las periferias sigue siendo una dramática realidad para una enormidad de personas y pueblos.

Navidad es el abajamiento de Dios para habitar entre los hombres, es la Buena Nueva de la ternura divina que se ha acercado a nuestra historia hasta asumirla. Dios no es solo grande e infinito en su poder, sino también pequeño e infinito en su amor. Y ante el amor divino ofrecido bondadosamente: o lo acogemos admirados y agradecidos, o le damos la espalda y lo ignoramos, decididos a construir nuestra vida al margen de Dios.

La Navidad nos muestra también otro aspecto de la vida cristiana. Dios no viene al mundo de cualquier modo, sino en la humildad del pesebre e identificándose con los últimos: Siendo rico se hizo pobre, siendo grande se hizo pequeño, siendo fuerte se hizo débil. Y esto nos debe llevar a preguntarnos “desde dónde” nos situamos para construir nuestra vida y edificar la sociedad. “Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos”, nos recuerda el Papa Francisco en la Fratelli Tutti, al llamarnos a una fraternidad universal sustentada en la equidad.

Dios y los pobres, los dos olvidados de nuestro mundo opulento y autoreferente. Los dos salen a nuestro encuentro en el Niño de Belén y nos dirigen un llamado, un grito incluso dramático. Jesús golpea nuestra puerta y pide un lugar en nuestra existencia. Los pobres demandan su lugar en la mesa común de los hermanos, de donde nunca debieron salir. Esta es la Navidad cristiana, mucho más rica y urgente que la fatua Navidad cultural. Una buena noticia, porque si la acogemos nos hace vivir una más plena humanidad, aquella que el Hijo de Dios asumió y redimió con su amor. 

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