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La solitaria lucha de los vecinos de la población Vicente Pérez Rosales contra la droga y el estigma

Cristian Cáceres

Había recién comenzado la década de 1990 y cerca de 200 familias de Chillán, repartidas en distintos puntos de la comuna, había recibido la noticia de sus vidas. Les iban a construir una villa nueva, para que pudieran comenzar una vida digna, en casas de verdad, y sin estar de allegados.

El nuevo sector residencial quedaría justo donde comenzaba la ruralidad en el costado poniente, una villa que se abriría paso armónicamente con las chacras y algunos canales de regadíos. Y la llamarían Villa Vicente Pérez Rosales en honor al multifacético personaje del Chile del siglo XIX.

“Pero nosotros le decíamos Los Módulos, porque eran como puras mediaguas que nos habían entregado y estábamos felices. Muchos ya nos conocíamos de antes porque vivíamos cerca, o porque trabajábamos en las frambuesas, en los corales o en las moras”, relata Gladys Riquelme, una de las pobladoras históricas del sector.

Junto a sus amigas María, Sofía, Roxana y Manuel, quien es tesorero de la Junta de Vecinos, entre nostalgias, carcajadas y miradas cómplices cuando hablan de “esos días”.

“Todos trabajaban”, recuerda y entre todos comentan que, por ejemplo, “cuando éramos más jóvenes, nos íbamos a jugar a las chacras allá atrás; los niños se podían quedar jugando hasta tarde, había unión entre los vecinos, y casi todos los veranos nos íbamos juntos a bañar al río Cato”.

Y esa parte del relato concluye con un “éramos tan felices”, dicho por Yasna Navarrete, quien a principios de mes debió sepultar a su hijo, Yoshua, asesinado a tiros en la puerta de su casa de esta misma Vicente Pérez Rosales que nunca alcanzó a ser una villa, que dejó de ser patio de juegos para niños durante la noche y en la que hoy “cada uno vive su metro cuadrado”. Lógicamente, a causa de la droga.

Ya para fines de los 90, cuando la población comenzó a ampliarse, llegó la droga al barrio. Las nuevas casas las empezaron a ocupar esos 6, 7 u 8 hijos que los antiguos pobladores tuvieron y también por otras familias reubicadas por el gobierno. Venían de Santiago o Concepción, con hábitos distintos.

El entonces alcalde de Chillán, Aldo Bernucci, recuerda que “esa población estaba muy deteriorada cuando asumí. No tenía pavimento, no había puentes para pasar los canales, ni luminarias. Ya sabíamos que estaba entrando la droga y ahora el alcoholismo no era el principal problema. Tratamos de hacer mejoras, como la escuela, las calles y otras cosas, pero la droga no es posible sacarla y eso mató a esa población”.

“No son todos”, dicen. Sofía, quien es dueña de un almacén, asegura que “acá todo el que quiere trabajar, trabaja, y el que no, se queda parado en la esquina. Todos saben quiénes son, los carabineros y la PDI también y saben dónde viven, pero si ellos no pueden hacer nada, menos nosotros, así que no nos metemos, no los denunciamos, ni ellos nos molestan, pero fueron ellos los que echaron a perder el barrio”.

“Nos sentimos solos”

Dice la leyenda local que la droga llegó a Chillán a través de la Vicente Pérez Rosales y sus nuevos vecinos.

Aldo Bernucci alude a una reunión que tuvo con algunos integrantes del concejo municipal y dirigentes de la VPR.

“Les preguntamos que cómo había llegado eso al barrio y nos dijeron que lo que hacían los traficantes de afuera era hablar con las viudas o las abuelitas más pobres, y aprovechándose de su desamparo, les pasaban drogas para que vendieran y tuvieran algunos ingresos sin mucho esfuerzo. Y así fue cómo empezó todo”.

De la marihuana, se pasó a la cocaína y luego, cerca del 2005, a la pasta base. “Primero fueron dos casas, luego seis y ya al final pasajes enteros”, repasó el excalcalde.

Sin embargo, las redadas, allanamientos y las mismas quitadas de drogas, hicieron que la mayoría de los traficantes repartieran su droga en varias casas de otras poblaciones.

Y en medio de toda esa evolución, los mayoría de los residentes que son personas de esfuerzo, miran con impotencia como ahora, comenzaron las balaceras y ya empezaron a levantarse las primeras garitas por sus vecinos caídos.

Yoshua Navarrete fue el último. Buen alumno, jugador del Cruz Azul de la VPR, empleado de Coca Cola y sin antecedentes penales ni registros de consumo de drogas.

“La mayoría de los jóvenes de acá son como el Yoshua. Pero estos niños crecen y les cuesta encontrar trabajo porque son discriminados por el estigma que tiene el barrio”, apunta su tía, Roxana.

Es más, conforme a Mario Magalla, dirigente vecinal, “es por culpa de una minoría se castiga al resto. Y sentimos que no contamos con la ayuda de nadie. Es cada vez más difícil conseguir apoyo o que nos vengan a hacer talleres para los adultos mayores, o actividades para los niños”.

Como ejemplo, citan que cuando el pasado 2 de noviembre balearon a Yoshua, “llamaron a Carabineros, a la ambulancia, a la PDI, pero nadie vino”.

“Me preguntan si vendo”

Alyson y Amanda tienen 24 y 17 años, ambas hermanas y llegaron en 2016 de Santiago.

“Vivíamos en la Pintana, en la población El Castillo. Y ahí sí que la cosa es fuerte, por eso cuando llegamos acá nos gustó mucho. Pensé que era una taza de leche comparado a donde vivía”, nos cuenta Alyson.

Nos cuenta que logró entrar a la carrera de Pedagogía en Historia y Geografía en la Universidad del Bío Bío (la que luego debió abandonar).

“Y cuando mis compañeros se enteraban que vivía en la Vicente, me quedaban mirando y me preguntaban si vendía marihuana o si les podía conseguir. Y siempre, para donde vaya es lo mismo”, se lamentó.

Amanda, en su colegio le pasa algo similar. “Te miran de pie a cabeza, incluso los profes. A los niños que son de acá, los discriminan, no les dan oportunidades y les ponen mil trabas, los echan por lo primero que hagan y dicen que van a ser iguales que sus padres. Pero eso no es cierto. Los jóvenes de acá, todos queremos salir adelante, queremos estudiar y me da rabia pensar que hay gente que tienen oportunidades de educarse y no la aprovechan”.

Ambas admiten que para buscar trabajo, el barrio tampoco les juega a favor.

“Si fuéramos, por ejemplo, de Chillán Viejo, nadie tendría problemas para buscar trabajo aquí. Al menos los que han sacado carreras técnicas y los pocos profesionales que han salido de acá, se tuvieron que ir de Chillán para que los contrataran”, dice Yasna, hablando de sus amigos.

“Yo, mejor me fui”

María enfermó de niña y debió ser hospitalizada. En el hospital conoció a quien sería a futuro, el padre de sus ocho hijos. Ella tenía 14 años.

Dejó Quinchamalí y se ilusionó con esas casitas de Los Módulos que le ofrecieron en los 90.

No salía. La bautizaron “la monja” y sólo se dedicó a sus hijos.

Los tres mayores, entre ellos Yasna, obtuvieron la beca Presidente de la República por sus buenas notas.

“Pero no pude seguir estudiando y con 14 años tuve que dejar la escuela y me fui a Santiago para ayudar en la casa. Ninguno de mis hermanos pudo seguir estudiando tampoco. Me hubiese gustado ser diseñadora de paisajes”, relata.

Guillermo, otro de sus hermanos, quien creció en la VPR, sencillamente se hartó. “Yo, mejor me fui. Tuve tres hijos y compré casa en Los Domínicos y me los llevé. La gente me felicita porque a todos nos alegra cuando a algún vecino le va bien y se puede ir”, dice.

Pero irse y vender o arrendar, requiere un triunfo.

“Nadie quiere comprar acá por el estigma. El señor de un local de acá, tiene tres casas a la venta y nadie las compra, salvo los traficantes porque para ellos comprar o arrendar acá les sirve”, comenta Sofía.

A María se le murió su hermana hace unos meses. Y el 2 de noviembre le mataron a su nieto en la entrada de la puerta. “Lo único que pediemos es que se nos ayude, que se nos den oportunidades. Acá hay muchos niños y jóvenes buenos trabajadores, pero se les discrimina, se ríen de nuestro barrio y eso duele más que el que haya traficantes en el barrio en que tú creciste feliz”, finalizó Yasna.

Felipe Ahumada

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