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El dogma de Chicago

Hace cuatro décadas que la economía chilena comenzó a abrirse al mundo y cada vez con más fuerza ha levantado la bandera del libre comercio, transformándose en la nación con mayor apertura comercial del planeta, lo que se refleja en los 26 acuerdos suscritos con 64 mercados que representan el 86% del PIB mundial.

Sin embargo, el libre comercio a ultranza que practica Chile no solo ha traído beneficios, principalmente para los sectores exportadores del agro, como la fruticultura, sino que también ha destruido empleos en rubros más sensibles, como la carne, el trigo, el maíz y la lechería.

Lamentablemente, el diseño de los acuerdos no ha considerado medidas de protección para rubros sensibles, obligándolos a ser competitivos o morir, sin considerar que se trata de actividades con un fuerte arraigo social y cultural, que generan externalidades positivas más allá de las económicas, como la retención de población en zonas rurales, y que son, además, estratégicos desde el punto de vista de la seguridad alimentaria.

A diferencia de economías más desarrolladas, como Estados Unidos o la Unión Europea, que han protegido algunas industrias y particularmente a la agricultura, Chile ha seguido la senda del libre comercio sin excepciones, lo que ha favorecido el incremento sostenido de las importaciones de algunos productos, muchas veces a valores inferiores que los de mercado, en algunos casos subsidiados, generando distorsiones de precios en el mercado doméstico, con el consecuente daño a los productores locales.

Frente a este problema, mientras otras naciones son capaces de adoptar medidas de protección, como las cuotas de importación o las restricciones para el ingreso de fruta en periodos determinados, en Chile los gobiernos han sido cómplices del estancamiento y reducción de la producción de alimentos clave. Por ello, en los últimos años los distintos gremios afectados han solicitado la aplicación de medidas especiales, tanto provisorias como permanentes, como las salvaguardias para el trigo, el maíz, la leche en polvo y el queso, el endurecimiento de la fiscalización de la importación de carnes e incluso una restricción para el ingreso del trigo en época de cosecha, similar al “marketing order” que aplica Estados Unidos en los meses de cosecha de fruta.

Sin un consenso respecto de la soluciones, pues los más liberales postulan que el camino debe ser elevar la competitividad, y los moderados consideran que ciertos rubros merecen excepciones, ningún Gobierno ha querido asumir en serio la defensa del agro, esquivando el fantasma del proteccionismo, con argumentos discutibles, como que hacerlo implicaría arriesgarse a sanciones, o que las sobretasas arancelarias perjudicarían a los consumidores, que tendrían que pagar más caro por los productos.

¿Tendrán que desaparecer algunos rubros, como ocurrió con la industria del calzado en los noventa, para que las autoridades comprendan la gravedad del problema? ¿Continuará pesando más el dogma de Chicago que la superviviencia de la agricultura tradicional y de la ganadería? Es de esperar que las respuestas no lleguen demasiado tarde.

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