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Crónica de una muerte muy helada

Había nacido con las orejitas blandas y blanquitas, casi como copito de nieve. Eso ya era una mala señal…porque las madres pewenche de antes decían que así su vida se iba evaporar rápido”, me relataba Corina la madre del conscripto Miguel años después que ingresara al helado mundo de la muerte, en esa noche blanca y sin fin del 2005, junto a sus cuarenta y cuatro compañeros. En las calles de Los Ángeles, todas aledañas y casi pegadas a esa morgue donde le entregaron el cuerpo, esa madre de la cordillera deambulaba sin consuelo buscando respuesta al dolor de aquella incomprensible partida de su hijo. Al principio no encontró ninguna. Tuvo que llorar, interrogar a los cerros con nieve, abrir biblias ajenas, pisar iglesias, visitar a wilel,”adivinos”, preguntarle a las machis para encontrarla. Y la experiencia fue tan removedora, el quiebre tan radical, que, al cabo de 15 años de ocurrido el ingreso al Otro Mundo del hijo, ella en el proceso se había transformado en kimche, la más “sabia” mujer de este siglo que recuerde el Alto Bío-Bío y la comunidad de Pitril. Al principio no la encontraba por ningún lado. Hasta que una pastora evangélica le dijo con cariño: “Corina, tu hijito lo tiene abrazado el Gran Padre Dios. Te aseguro, él está contento en el Cielo”. Ese fue el comienzo. Entonces ella se acordó del Padre-Madre Divinos, la Pareja Celestial del ese Wenumapu de varios escalones y niveles que los pillan o grandes espíritus de antes deben escalar para un día llegar a ser estrellas del firmamento. Ella, eso aún no lo había comprendido lo suficiente. Entonces ella empezó a repasar, a recordar, a volverse al antiguo saber de la tierra.

A pesar que había enterrado la küidiñ, la placenta en un arbolito de raulí, el fino árbol, aquello no fue suficiente protección para su corta vida. Desde ese día de la última marcha de Miguel sobre la nieve de Antuco, empezó a secarse totalmente. Corina guardó cada una de sus hojas secas con la esperanza de juntas devolverlas cada a año a sus raíces y así esperar el milagro de adelantar el reverdecer de la primavera. Como una enloquecida, al principio regó y mimó al arbolito con el vano afán de  ver   si esa agüita de sus lágrimas -mezcladas con las del estero Boquiamargo- reverdeciendo el arbolito, pudieran darle vida a su hijo, que también como el raulí ya estaba en una tumba de tierra del cementerio de Pitril. Tenía la remota esperanza de que por ese acto de magia natural, volver a ver a Miguel subiendo el cerro y juguetear con su boina de soldado saltándole al lado su perro, como si la boina fuera una traviesa avecilla que se escapa y no se escapa. Corina sabía -lo había hecho tantas veces- que cada vez que regaba o alimentaba el cerezo de Nibaldo, la araucaria de Celestina o el coigüe de Clemente, siempre mejoraban las cosas que estaban enfrentando sus hijos. Fue inútil, tanto que su marido, más débil de espíritu que el suyo, al cabo de un año murió de pena y también quiso partir donde Miguel. No se pudo conformar. “Yo tampoco podía resistir su ausencia, pero mi ser de mujer mapuche me ayudó y comencé a soñar, a tener pewma”, nos dijo esa mañana.

Pero antes, recordó un aviso aciago, un mal pewma que había tenido un año antes de la tragedia. Corina se había soñado angustiada, de frente a las aguas muy turbias y arremolinadas del río Queuco. “Desesperada yo soñaba que mi manta y el caballo caían en la correntada del río. Fue un presagio muy malo y allí supe que una desgracia me venía.” Entonces ella no pudo o no quiso relacionar sus símbolos con la muerte de Miguel. Luego lo supo : el poncho era nada menos que la placenta y el velo o membrana que recubre a todo recién nacido. También a los que recién nacen al Más Allá.

 

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