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Convivir con la corrupción

El sentido del término corrupción, más allá de delitos como el soborno y el cohecho, también se refiere a las acciones de depravar, pervertir y echar a perder, y éste es, precisamente, el efecto a más largo plazo de la corrupción: echar a perder una sociedad cuando ésta se acostumbra y deja de indignarse y de reaccionar contra ese flagelo.

Ese parece ser el gran problema que debería preocuparnos hoy. Que la sociedad chilena se empiece a acostumbrar a convivir con la corrupción y sus efectos disolventes. De hecho, estudios recientes como el Índice de Percepción de la Corrupción, realizado por Transparencia Internacional, señalan que ya no reaccionamos como antes ante este fenómeno de tan nefastas consecuencias.

De alguna manera, se estaría instalando una peligrosa condescendencia que parece consentirla y que exterioriza resignación frente a lo que se considera inevitable. En efecto, la corrupción requiere complicidades y, aunque duela decirlo, la más importante es la de una sociedad que opta por agachar la cabeza y resignarse, cansada de ver estallar caso tras caso de arbitrariedad, clientelismo político, malversaciones sin castigo, abusos de poder y fraudes que al poco tiempo se evaporan y sus responsables terminan cursando clases de éticas.

No deberíamos olvidar lo que le ocurrió a los argentinos. Una sociedad que pasó de la indignación al hartazgo, para luego anestesiarse y que terminó asistiendo a la demolición de sus códigos éticos, reemplazados por la cultura de la impunidad.

En ese complejo entramado de conductas reprobables, la política aparece apenas como un modo más de acumular poder o hacer dinero, por oposición a la vocación de servir a la sociedad. No parece importar demasiado si así se siembra en nuestros jóvenes el desinterés por la cosa pública o, lo que es peor aún, que se vea en la política la oportunidad de enriquecerse en forma rápida y deshonesta.

Transparencia Internacional, tras el estudio realizado el año pasado, ubicó a Chile en el puesto número 27 entre 88 países. Lo que muy pocos dicen es que dichos indicadores son deficientes, ya que se restringen fundamentalmente al fenómeno de la coima que es bastante menor en nuestro país, pero si consideramos la corrupción en su sentido más propio, esto es como las colusiones normativas, institucionales y fácticas entre los poderes económico y político, sin duda que Chile se ubicaría en otra posición.

Asumiendo que la ética es una barrera de poca eficacia, los mecanismos de control ya no solo deben fortalecerse, sino reformularse por completo. Hoy muchos de ellos quedan en manos de funcionarios sumisos al poder político y al económico, de modo que, más allá de la apariencia, lo real es la impunidad.

Frenar este flagelo exige un fuerte compromiso de cada ciudadano honesto. Solo perseverando en la demanda de transparencia de los actos de los poderes del Estado, denunciando los vicios de los funcionarios y las sospechas de corrupción, aunque más no sea para que exista la condena social, podrá empezar a revertirse esta situación, antes de que se siga degenerando hasta pasar a convertirse en una cultura social.

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